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Tendría yo unos 18 años. Habíamos estado Pilar, Nata y yo unos meses en Zaragoza en casa de tía Adela estudiando hasta que mamá vino de Venezuela, recogió a todos sus hijos: 3 en Zaragoza y el resto en Sevilla, en casa de los abuelos. Nosotras tres habíamos estado estudiando inglés pintura y cultura general, hicimos allí muchos amigos y cayó algún pretendiente que otro.
El agua de Zaragoza me sentó fatal. Me produjo una colitis detrás de otra y tía Adela me daba arroz blanco, té, manzanas y algunas veces jamón de York. Esa fue mi alimentación durante unos meses. Adelgacé muchísimo y cuando llegó el verano mamá había alquilado un chalet en Cádiz; me acuerdo que se llamaba “El Parque” y estaba donde ahora está el Hospital. La casa era grande y destartalada y tenía mucho jardín.
Estuve yendo a la playa unos días y empecé con unas fiebres vespertinas y sintiéndome fatal. Mamá me llevo al Medico y después de reconocerme y escandalizarse porque desde el vientre me tocaba la columna vertebral y hacerme radiografías y analítica, me diagnosticó anemia y complejo primario. Me recetó unas cuantas pastillas y unas inyecciones dolorosísimas que me ponía mamá. No me podía dar el sol de ninguna manera y por lo tanto no pude ir a la playa durante casi un mes. Tenía que hacer reposo absoluto y lo peor fue la sobrealimentación que tuve que hacer para recuperarme y había perdido por completo el apetito. Dormitaba mucho.
En un porche había una parra grande y mi madre me instaló a la sombra en una hamaca enorme donde puso un colchón con sábanas y todo y unos cuantos cojines. Allí, tan flaca, tan pálida y tan lánguida, parecía “La Dama de las Camelias”. Por las tardes estaba muy entretenida, ya que venían mis amigos a verme. Ricardo que estudiaba en Cádiz en una academia preparando el ingreso para Navales, iba a verme de lunes a viernes después de sus clases y luego el viernes se iba a su casa de Jerez como buen hijo de familia. Y un medio novio que tenía en Sevilla aparecía en Cádiz para verme desde el viernes por la tarde hasta el Domingo por la noche que se volvía a su casa de Sevilla, se llamaba Jacinto. De esa forma me vi muy bien atendida por dos pretendientes sin que se viesen el uno al otro y no se encelasen entre ellos. Y a mí, aunque fastidiada con mis “dolencias” la verdad es que me complacía mucho tener a los dos de quita y pon y pendientes de mí. ¡Hay que ver!
Me duró poco el reposo porque me curé enseguida y pude volver a la playa aunque sin tomar el sol directamente ni bañarme. Me instalaba debajo del toldo y allí seguíamos con todos nuestros amigos y las tertulias encantadoras que teníamos.
Luego podía ir al cine de verano abrigada con una chaquetita y podía comer pipas, viendo la película que fuera. Ese fue un verano un poco accidentado, pero el siguiente fue mucho mejor ya que estaba como una rosa y pude disfrutar de esa playa de Cádiz tan maravillosa.
El siguiente verano fue divertidísimo, conocimos a un montón de gente estupenda, íbamos a fiestas del Club Náutico que eran animadísimas y nos hicimos amigas de un grupo de guardiamarinas que estaban en Infantería de Marina haciendo las milicias universitarias. Eran chicos muy agradables y correctos. Todos se habían dejado a sus novias en sus ciudades y con nosotras no tenían ningún problema. Recuerdo que los llevamos a Jerez y les presentamos a mi prima Mª Carmen Ruiz de Velasco y nos lo pasamos en grande.
Mis recuerdos de Cádiz son preciosos, disfruté de “La tacita de Plata” siempre que fui y disfruté de esa increíble playa y de su fantástica gente, con esa gracia “especial” que sólo allí tienen.
Volví a veranear en Cádiz después de casada y con mis tres hijos mientras vivimos en Sevilla, y aunque después del año 1.981 no he vuelto a mi playa de mi alma, mientras viva siempre la llevaré en mi corazón y en mis recuerdos.
Adela Montoya Morón.
sábado, 6 de marzo de 2010
Colegio del Sagrado Corazón, Sevilla
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Pilar y yo también estuvimos en ese colegio. Íbamos de Colegio en Colegio, como en el juego de la Oca: de oca a oca y tiro porque me toca; pues así.
Ese colegio era muy elitista; mi madre y sus cuatro hermanas se educaron allí. Nosotras íbamos medio pensionistas. Fue el curso siguiente de haber estado internas en el Colegio de Larache y los abuelos maternos se hicieron cargo de nosotras. Los pequeños se quedaron en Larache, en el Faro, con los abuelos paternos. Mis abuelos sevillanos pensaron que al menos las dos mayores deberíamos empezar a ser auténticas señoritas con buenos modales y una buena educación. Yo estaba a punto de cumplir los 10 u 11 años, estaba en preparación de ingreso para bachiller, creo; no recuerdo muy bien porque cronológicamente me pierdo pero sí que era pequeña, eso lo recuerdo, y bastante trasto, no como Pilar que era una niña adelantada a su edad, dócil, obediente y aplicada.
Las monjas eran sumamente estrictas: Si te cruzabas con alguna por el pasillo te parabas a un lado y tenías que inclinar la cabeza; y si era con la Madre Superiora debías hacer una pequeña genuflexión con el máximo respeto. ¡Vamos, como si fuera un miembro de la Casa Real!
En el comedor nos distribuían en mesas de 6. Había una presidenta y una vicepresidenta que eran de las niñas mayores y 4 niñas más pequeñas. Las mayores se encargaban de servirnos la comida y enseñarnos buenos modales en la mesa. Debíamos sentarnos correctamente derechas y no apoyarnos cómodamente en el respaldar de la silla. Recuerdo que nos decían: “Hay que dejar sitio para el Ángel de la Guarda”.
Durante la comida debías comer con total corrección, masticar con la boca cerrada, no hacer ruidos, no sorber la sopa, no morder el pan; solo cortar el trocito que te ibas a comer y que te cupiera en la boca, no hablar si no te preguntaban las mayores, no dejar nada en el plato aunque no te gustase, no rebañar la salsa con trozos de pan aunque te gustase mucho, apoyar debidamente los cubiertos en el plato con los puños hacia ti para que la persona que lo retirase no se tropezara con los cubiertos.
La servilleta también tenía su función importante, no solamente para limpiarte la boca. Hasta que aprendieras a no levantar los brazos ni apoyar los codos en la mesa, nos la teníamos que poner sujetándola en los costados con los brazos, y eso era para que nos acostumbráramos a no moverlos demasiado, a no levantar la mano más de lo necesario para introducirnos la comida en la boca, pero sin agachar la cabeza en el plato. Era difícil, pero si lo conseguías, resultaba un éxito. Al levantarte de la mesa no podías hacer ruido con la silla, debías sujetarla y no con arrastre y luego colocarla debidamente en la mesa.
Puedo asegurar que jamás se me olvidaron todos estos buenos modales y los he aplicado a lo largo de mi vida y muchos años después se lo he enseñado a mis hijos. No son cursilerías, son buenos detalles de una buena educación.
Como yo era bastante trasto, a pesar de tanta educación estricta, hacía algunas cosas que no debía, como un día que se me ocurrió atarme el cordón de mi zapato a mi silla, con idea de hacer ese ruido con la silla que no nos permitían. Cuando terminó la clase, se me había olvidado lo que tenía preparado, y al levantarnos para irnos, la armé cayéndome al suelo con silla y todo… Me castigaron, naturalmente.
Otro día en la fila para salir después de terminar la jornada, como yo era de las más pequeñas me ponían de las últimas, Pilar tenía el nº 368 y yo el 369, nos llamaban por los números, yo iba detrás de Pilar. Detrás mía una niña, no sé porqué se tropezó y casi se cayó sobre mí, por lo que yo me volví indignada y le di un empujón tan grande que tiré al suelo a varias niñas, como si fueran las fichas de un dominó. También me castigaron, claro.
La madre Alvaradejo, que era la monja de mi clase, decidió ponerme al lado de una niña que se llamaba Mercedes y que era la niña más buena de toda la clase, con idea de que me ayudara y me enseñara sus bondades. Yo sabía que era una niña un poco especial, pero no me hacía mucha gracia, porque en la capilla cuando se arrodillaba, parecía en éxtasis, se quedaba mirando fijamente al Sagrado Corazón y parecía una iluminada. Me daba hasta miedo, ni siquiera apoyaba las nanos en el reclinatorio, las mantenía unidas como una santita, no se sentaba ni una sola vez, se quedaba de rodillas todo el tiempo, aunque la misa durase más de una hora…¡Qué horror!, con lo que a mí me dolían las rodillas huesudas que tenía, en los durísimos bancos de madera. No estaba dispuesta a semejante sacrificio y terminaba casi, sentándome como podía en el suelo, pero ella llegaba y me levantaba por el codo y la monja que siempre vigilaba por el pasillo, se quedaba enterada y luego me reprendía y si era muy persistente terminaba castigándome. ¡Qué suplicio!
Mercedes consiguió algunos logros, pero a mí me tenía demasiado reprimida y terminó hartándome, pero claro, se acercaba el mes de Mayo y tenía que hacer méritos para poder hacerle una ofrenda a la Virgen María.
Las ofrendas estaban perfectamente catalogadas. En la puerta de la Capilla había una monja detrás de una mesa. En la mesa, en montoncitos estaban las ofrendas. Había Azucenas para las niñas más santas, Claveles blancos para las que solo habían cometido alguna faltilla de nada, margaritas para las niñas regulares y trocitos de paja para las niñas malas. La monja de la mesa no te daba nada; ella sólo vigilaba, eras tú según tu conciencia quien decidías la ofrenda que debías hacerle a la Virgen.
Mercedes, la santa, iba delante de mí y naturalmente ella cogió una azucena con la sonrisa de aprobación de la monja y yo, con lo bien que me había portado con mi conciencia limpia, decidí coger una azucena, para no ser menos, pero la monja que no debía haberse enterado que yo iba evolucionando gracias a Mercedes, le faltó tiempo para quitarme la azucena y en su lugar darme una paja. ¡Qué indignación me entró! Le dije: "¡Madre, yo no le llevo una paja a la Virgen porque he sido buenísima!". La monja miró a Mercedes y luego a mí y entonces la repipi de Mercedes me dio una margarita quitándome la paja de la mano que yo ya había estrujado con rabia.
Odié a Mercedes desde aquél día y volví a recuperar mi auténtica personalidad. La influencia de Mercedes era aburridísima y eso a mí no me iba nada.
Cuando iban aproximándose los exámenes las monjas tenían por costumbre poner en el aula del examen una bandeja con estampitas de todos los Santos de Cielo. Eran pequeñitas. Del tamaño de un sello de correos más o menos. Las niñas que iban entrando iban cogiendo algunas de ellas. Había quien se las colgaba del cuello en su cadena, haciéndoles unos pequeños agujeros, otras las metían en unos escapularios que siempre llevaban colgados, otras las metían en sus cuadernos o en sus libros, seguramente en las asignaturas más complicadas. Yo vi que Mercedes las metía en un sobrecito blanco y se las guardaba dentro del uniforme, a la altura del corazón. Le pregunté y me dijo, como era tan cursi la pobre, que al llevarlas tan cerca del corazón le harían más caso en el Cielo y le aclararían durante el examen cualquier duda que tuviese.
Me quedé pensativa y decidí que a mí también me harían caso, o más que a Mercedes, si me las guardaba bien guardadas, y sin pensármelo dos veces me las metí en la boca y empecé a masticarlas, no recuerdo cuantas había cogido pero debieron ser un buen puñado porque se me hizo una bola intragable, pero al final lo conseguí. La tonta de Mercedes se espantó y fue a decírselo a la monja de la bandeja, pero yo la amenacé diciéndole: "¡Como se lo digas te pego!". Fue prudente y no le dijo nada, bien sabía ella que era muy capaz de darle una buena tunda y se apartó a una distancia importante por si acaso. La monja no vio nada, de lo que me alegré.
Me sentí santa perdida, como las del cielo, con tantos como me había metido en mi estómago, y entré al examen con una fe ciega y segura de que aprobaría sin problemas. Mercedes, aunque no se chivó, antes de empezar me dijo por lo bajo: "¡Vverás lo mala que te vas a poner, porque esa tinta de las estampitas es venenosa!". No le contesté nada pero le atravesé con la mirada tanto que se asustó y no volvió a abrir el pico.
La fe mueve montañas y me aprobaron, con un 5 pelado y mondado, pero me aprobaron. A ella le pusieron un sobresaliente; la muy fresca estaba conchabada con el Cielo, debía tener un montón de “enchufes” allá arriba…
Cuando llegué a casa de mis abuelos, como iba con la preocupación de mi posible envenenamiento se lo conté a mi abuela, ella estuvo riéndose un buen rato y me decía "¡Pero hija mía! ¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso? ¡Se van a enfadar todos esos Santos que has masticado!". Y para mi tranquilidad me dio una manzanilla, que debió sentarme de maravilla, porque luego no me dolió nada en absoluto la barriga ni me envenené ni nada por el estilo.
Los Santos del Cielo no me hicieron ningún daño. Si me lo hubieran hecho, como le dije a mi abuela, es qué no eran nada Santos.
Solo estuve ese curso en ese Colegio, y tampoco se me ha olvidado.
¡Como se me va a olvidar!
Adela Montoya Morón.
Pilar y yo también estuvimos en ese colegio. Íbamos de Colegio en Colegio, como en el juego de la Oca: de oca a oca y tiro porque me toca; pues así.
Ese colegio era muy elitista; mi madre y sus cuatro hermanas se educaron allí. Nosotras íbamos medio pensionistas. Fue el curso siguiente de haber estado internas en el Colegio de Larache y los abuelos maternos se hicieron cargo de nosotras. Los pequeños se quedaron en Larache, en el Faro, con los abuelos paternos. Mis abuelos sevillanos pensaron que al menos las dos mayores deberíamos empezar a ser auténticas señoritas con buenos modales y una buena educación. Yo estaba a punto de cumplir los 10 u 11 años, estaba en preparación de ingreso para bachiller, creo; no recuerdo muy bien porque cronológicamente me pierdo pero sí que era pequeña, eso lo recuerdo, y bastante trasto, no como Pilar que era una niña adelantada a su edad, dócil, obediente y aplicada.
Las monjas eran sumamente estrictas: Si te cruzabas con alguna por el pasillo te parabas a un lado y tenías que inclinar la cabeza; y si era con la Madre Superiora debías hacer una pequeña genuflexión con el máximo respeto. ¡Vamos, como si fuera un miembro de la Casa Real!
En el comedor nos distribuían en mesas de 6. Había una presidenta y una vicepresidenta que eran de las niñas mayores y 4 niñas más pequeñas. Las mayores se encargaban de servirnos la comida y enseñarnos buenos modales en la mesa. Debíamos sentarnos correctamente derechas y no apoyarnos cómodamente en el respaldar de la silla. Recuerdo que nos decían: “Hay que dejar sitio para el Ángel de la Guarda”.
Durante la comida debías comer con total corrección, masticar con la boca cerrada, no hacer ruidos, no sorber la sopa, no morder el pan; solo cortar el trocito que te ibas a comer y que te cupiera en la boca, no hablar si no te preguntaban las mayores, no dejar nada en el plato aunque no te gustase, no rebañar la salsa con trozos de pan aunque te gustase mucho, apoyar debidamente los cubiertos en el plato con los puños hacia ti para que la persona que lo retirase no se tropezara con los cubiertos.
La servilleta también tenía su función importante, no solamente para limpiarte la boca. Hasta que aprendieras a no levantar los brazos ni apoyar los codos en la mesa, nos la teníamos que poner sujetándola en los costados con los brazos, y eso era para que nos acostumbráramos a no moverlos demasiado, a no levantar la mano más de lo necesario para introducirnos la comida en la boca, pero sin agachar la cabeza en el plato. Era difícil, pero si lo conseguías, resultaba un éxito. Al levantarte de la mesa no podías hacer ruido con la silla, debías sujetarla y no con arrastre y luego colocarla debidamente en la mesa.
Puedo asegurar que jamás se me olvidaron todos estos buenos modales y los he aplicado a lo largo de mi vida y muchos años después se lo he enseñado a mis hijos. No son cursilerías, son buenos detalles de una buena educación.
Como yo era bastante trasto, a pesar de tanta educación estricta, hacía algunas cosas que no debía, como un día que se me ocurrió atarme el cordón de mi zapato a mi silla, con idea de hacer ese ruido con la silla que no nos permitían. Cuando terminó la clase, se me había olvidado lo que tenía preparado, y al levantarnos para irnos, la armé cayéndome al suelo con silla y todo… Me castigaron, naturalmente.
Otro día en la fila para salir después de terminar la jornada, como yo era de las más pequeñas me ponían de las últimas, Pilar tenía el nº 368 y yo el 369, nos llamaban por los números, yo iba detrás de Pilar. Detrás mía una niña, no sé porqué se tropezó y casi se cayó sobre mí, por lo que yo me volví indignada y le di un empujón tan grande que tiré al suelo a varias niñas, como si fueran las fichas de un dominó. También me castigaron, claro.
La madre Alvaradejo, que era la monja de mi clase, decidió ponerme al lado de una niña que se llamaba Mercedes y que era la niña más buena de toda la clase, con idea de que me ayudara y me enseñara sus bondades. Yo sabía que era una niña un poco especial, pero no me hacía mucha gracia, porque en la capilla cuando se arrodillaba, parecía en éxtasis, se quedaba mirando fijamente al Sagrado Corazón y parecía una iluminada. Me daba hasta miedo, ni siquiera apoyaba las nanos en el reclinatorio, las mantenía unidas como una santita, no se sentaba ni una sola vez, se quedaba de rodillas todo el tiempo, aunque la misa durase más de una hora…¡Qué horror!, con lo que a mí me dolían las rodillas huesudas que tenía, en los durísimos bancos de madera. No estaba dispuesta a semejante sacrificio y terminaba casi, sentándome como podía en el suelo, pero ella llegaba y me levantaba por el codo y la monja que siempre vigilaba por el pasillo, se quedaba enterada y luego me reprendía y si era muy persistente terminaba castigándome. ¡Qué suplicio!
Mercedes consiguió algunos logros, pero a mí me tenía demasiado reprimida y terminó hartándome, pero claro, se acercaba el mes de Mayo y tenía que hacer méritos para poder hacerle una ofrenda a la Virgen María.
Las ofrendas estaban perfectamente catalogadas. En la puerta de la Capilla había una monja detrás de una mesa. En la mesa, en montoncitos estaban las ofrendas. Había Azucenas para las niñas más santas, Claveles blancos para las que solo habían cometido alguna faltilla de nada, margaritas para las niñas regulares y trocitos de paja para las niñas malas. La monja de la mesa no te daba nada; ella sólo vigilaba, eras tú según tu conciencia quien decidías la ofrenda que debías hacerle a la Virgen.
Mercedes, la santa, iba delante de mí y naturalmente ella cogió una azucena con la sonrisa de aprobación de la monja y yo, con lo bien que me había portado con mi conciencia limpia, decidí coger una azucena, para no ser menos, pero la monja que no debía haberse enterado que yo iba evolucionando gracias a Mercedes, le faltó tiempo para quitarme la azucena y en su lugar darme una paja. ¡Qué indignación me entró! Le dije: "¡Madre, yo no le llevo una paja a la Virgen porque he sido buenísima!". La monja miró a Mercedes y luego a mí y entonces la repipi de Mercedes me dio una margarita quitándome la paja de la mano que yo ya había estrujado con rabia.
Odié a Mercedes desde aquél día y volví a recuperar mi auténtica personalidad. La influencia de Mercedes era aburridísima y eso a mí no me iba nada.
Cuando iban aproximándose los exámenes las monjas tenían por costumbre poner en el aula del examen una bandeja con estampitas de todos los Santos de Cielo. Eran pequeñitas. Del tamaño de un sello de correos más o menos. Las niñas que iban entrando iban cogiendo algunas de ellas. Había quien se las colgaba del cuello en su cadena, haciéndoles unos pequeños agujeros, otras las metían en unos escapularios que siempre llevaban colgados, otras las metían en sus cuadernos o en sus libros, seguramente en las asignaturas más complicadas. Yo vi que Mercedes las metía en un sobrecito blanco y se las guardaba dentro del uniforme, a la altura del corazón. Le pregunté y me dijo, como era tan cursi la pobre, que al llevarlas tan cerca del corazón le harían más caso en el Cielo y le aclararían durante el examen cualquier duda que tuviese.
Me quedé pensativa y decidí que a mí también me harían caso, o más que a Mercedes, si me las guardaba bien guardadas, y sin pensármelo dos veces me las metí en la boca y empecé a masticarlas, no recuerdo cuantas había cogido pero debieron ser un buen puñado porque se me hizo una bola intragable, pero al final lo conseguí. La tonta de Mercedes se espantó y fue a decírselo a la monja de la bandeja, pero yo la amenacé diciéndole: "¡Como se lo digas te pego!". Fue prudente y no le dijo nada, bien sabía ella que era muy capaz de darle una buena tunda y se apartó a una distancia importante por si acaso. La monja no vio nada, de lo que me alegré.
Me sentí santa perdida, como las del cielo, con tantos como me había metido en mi estómago, y entré al examen con una fe ciega y segura de que aprobaría sin problemas. Mercedes, aunque no se chivó, antes de empezar me dijo por lo bajo: "¡Vverás lo mala que te vas a poner, porque esa tinta de las estampitas es venenosa!". No le contesté nada pero le atravesé con la mirada tanto que se asustó y no volvió a abrir el pico.
La fe mueve montañas y me aprobaron, con un 5 pelado y mondado, pero me aprobaron. A ella le pusieron un sobresaliente; la muy fresca estaba conchabada con el Cielo, debía tener un montón de “enchufes” allá arriba…
Cuando llegué a casa de mis abuelos, como iba con la preocupación de mi posible envenenamiento se lo conté a mi abuela, ella estuvo riéndose un buen rato y me decía "¡Pero hija mía! ¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso? ¡Se van a enfadar todos esos Santos que has masticado!". Y para mi tranquilidad me dio una manzanilla, que debió sentarme de maravilla, porque luego no me dolió nada en absoluto la barriga ni me envenené ni nada por el estilo.
Los Santos del Cielo no me hicieron ningún daño. Si me lo hubieran hecho, como le dije a mi abuela, es qué no eran nada Santos.
Solo estuve ese curso en ese Colegio, y tampoco se me ha olvidado.
¡Como se me va a olvidar!
Adela Montoya Morón.
Colegio de Larache, internado
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Cuando estuvimos internas un curso Pilar, Natalia y yo en el Colegio de las Concepcionistas de Larache, tenía 10 años. Fue cuando papá se marchó a Venezuela. Mamá unos meses después se fue con él llevándose a Trini que era muy pequeñita. Pepe estuvo en el colegio de los Maristas, medio pensionista y los demás en el Faro, con los abuelos paternos.

Las monjas eran un poco “especiales”; algunas mejores que otras, pero la mayoría eran muy difíciles. Se salvaba Sor Natalia que además de guapa y buena era amiga de mis padres y procuraba protegernos siempre que podía. Desde que mis padres se fueron a Venezuela, nosotros, los 8 hermanos, les echábamos mucho de menos, había días que llorábamos de tristeza, y era Sor Natalia la que siempre nos consolaba a nosotras tres ya que también echábamos de menos no vivir en nuestra casa con todos.
Nos tranquilizaba y nos razonaba cuando le preguntábamos, ¿por qué se han tenido que ir tan lejos? Ella era la monja perfecta, nunca la podré olvidar. Siempre tenía la palabra justa, la mejor de las sonrisas maternales para nosotras, y sólo con eso, que era mucho, nos quedábamos tranquilas. Era una buena monja para mí y una gran mujer.
Pero estaba Sor Camila, una monja antipática, odiosa y mandona y yo creo que frustrada y reprimida porque le gustaba el flamenco. Era de mediana edad y debía estar muy amargada. La tenía tomada conmigo y me obligaba a bailar las Sevillanas a cualquier hora que tuviera libre.
Lo tuve que hacer muchas veces al principio hasta que un día le dije que no, era la hora del recreo y yo lo que quería era jugar, ¡nada más lógico! Pero ella creyó que me podría obligar y viendo que a mí no me daba la gana de obedecerle me cogió auténtica manía. Como yo no daba mi brazo a torcer me tenía que tragar sus castigos que eran bastantes crueles, como dejarme en un rincón sentada sin jugar durante el recreo o encerrarme en una especie de despensa sin luz, cosa que me horrorizaba y que me creó un auténtico trauma de miedo a estar encerrada y a la oscuridad. La tal Sor Camila era un bicho y llegué a odiarla con todas mis fuerzas.
Mi hermana Nata también tiene recuerdos de ese colegio. Había dos niñas de su edad
que eran hermanas, Finita y Soledad del Barco y eran muy guapas. Una de ellas, creo que Soledad por la edad que tenía, tonteaba con algún niño del Colegio de Los Maristas, que estaba justo enfrente. Ella tenía un pelo muy bonito, se lo cuidaba mucho y dormía con rulos; la muy estúpida de Sor Camila, según cree mi hermana que pudo ser ella, terminó cortándole el pelo bien corto, para fastidiarla ¡Hace falta ser mala, envidiosa y cruel para hacer eso!
Yo era de las internas más pequeñas y todas dormíamos en un dormitorio enorme y alargado, con las camas separadas con unas cortinas. Un día en que yo estaba sumida en mi más profundo sueño, por lo visto, algunas de las mayores estaban armando jaleo. Sor Camila había entrado un par de veces amenazando y había dicho que a las que se movieran o emitieran el más mínimo sonido las sacaría de la cama y dormirían en la escalera y ante tal amenaza, sabiendo que la malvada monja no se andaría con chiquitas, se hizo un silencio sepulcral al instante.
Yo no me había enterado de nada durmiendo tan profundamente, pero al rato me desperté con ganas de ir al baño. La mala monja me vio y me cogió por los pelos ante mi asombro y mi desconcierto, porque no sabía de qué iba la película, y diciéndome ¡tenías que ser tú, ahora verás! Me arrastró por la escalera hasta la azotea, me echó fuera de un empujón y atrancó la puerta por dentro, dejándome allí sola, horrorizada, gritando y llorando a media noche.
En mi propia defensa, viendo que me pasaría el resto de la noche allí, no se me ocurrió otra cosa que darle patadas y puñetazos a la puerta, pero viendo que no iba a conseguir nada, ya que nadie acudía en mi ayuda y me estaba destrozando mis pies descalzos y mis pobres manos, cogí una maceta y la estrellé en la bóveda de cristal que había cubriendo la escalera, lo que originó un estruendo espantoso haciendo añicos los cristales y terminó estrellándose la maceta por la escalera, dejando trozos de barro, tierra y una pobre planta destrozada.
No tardaron ni cinco minutos en abrir la puerta y recuerdo que había varias monjas. Fue Sor Natalia la que me cogió en brazos, acurrucándome y consolándome, porque yo estaba temblando de frío y de miedo y lloraba sin parar. Recuerdo que cuando me calmé me llevo a mi cama y me acostó maternalmente y hasta que vio que me quedaba dormida, no se fue de mi lado. Era una monja muy buena y ha sido una de las dos monjas que yo más he querido en toda mi vida.
Al día siguiente después del desayuno, ocurrió algo que no he podido olvidar. Me llamaron al despacho de la superiora (no recuerdo como se llamaba) pero era una señora que imponía a todo el mundo; ante mi asombro, en el despacho estaban Sor Natalia y Sor Camila. Yo creí que la Superiora me amonestaría por algo que habría hecho, pero no tenía ni idea qué podría ser. Me pidió que le contase lo que había pasado la noche anterior y le dije la verdad. Luego a Sor Camila, que estaba asustada, le dijo que lo contara ella también. Nos escuchó a las dos y luego, muy pausadamente, obligó a Sor Camila a pedirme perdón, cosa que hizo ante mi desconcierto, pero también para mi satisfacción.
Desde ese día Sor Camila ya no se ocupó de las niñas, se dedicó creo que a la huerta y a las gallinas, no puedo recordarlo, pero yo empecé a respirar tranquila desde entonces. Desde luego a mí no volvió a molestarme más y ni siquiera volvió a acercarse. Nunca supe el castigo que recibiría, pero debió ser fuerte ya que la apartaron no solamente de mí si no de todas las niñas internas.
Sor Emilia era muy graciosa. Nos daba clase de dibujo y de labores imponiendo silencio absoluto y cuando oía algún susurro siempre decía ¡hay dos que están hablando!, levantando la vista por encima de sus gafas y de cuando en cuando empezaba una Jaculatoria que teníamos que rezar todas en coro. Recuerdo una que decía:
Del cielo bajó una nube, Toda vestida de azul, en ella baja María, y el Sagrado corazón de Jesús. Dios te salve María, Llena eres de Gracias... Y rezábamos el Ave María.
Sor Emilia era viejecita pero irradiaba ternura, a pesar de sus malas pulgas. Yo me llevaba bien con ella y un día le pregunté: "Sor Emilia, ¿por qué dice que hay dos que están hablando?" Y ella dijo: "¡Hija mía, una persona no puede hablar sola, tienen que ser dos!". Si ahora supiera las de veces que yo hablo sola, me techaría de chalada ó loca.
Gracias a Sor Emilia a mí me empezó a gustar la costura. Nos enseñó a hacer toda clases de vainicas, dobladillos, a sobrehilar, poner remiendos, zurcir los rotos, coser botones, también festones, a fruncir, a hacer bodoques y punto de cruz. Todo lo teníamos que hacer primorosamente; no admitía una mala puntada, no permitía unos nudos feos por el revés, cualquier equivocación la tenías que deshacer y pobre de ti si estropeabas la muestra. Recuerdo que nos inspeccionaba las manos antes de empezar; decía "¡las manos muy limpias!" Y nos obligaba a usar el dedal y decía "¡el dedal es fundamental!" Al principio me pareció un artilugio incomodísimo, se me caía del dedo cada dos por tres y ella me ponía un poquito de papel o un pequeño trapito alrededor del dedo, pero terminé acostumbrándome, y aunque me costó saber cómo se empujaba la aguja con el dedal, también terminé aprendiendo. Me gustaba mucho la clase de costura.
Recuerdo las misas diarias a primera hora, tenías el estómago vacío porque tenías que comulgar. El cura las decía en latín, como se decían antes, y las monjas y las niñas repetían algunas frases con él, en latín. Había una que terminaba en "Tu te mean" ó algo así y yo terminaba en un "Tú te measss" con las consiguientes risitas por lo bajito de todas las niñas y la indignación del cura y las monjas, luego me castigaban, claro. Las misas eran aburridísimas pero no había más remedio que oírlas.
Llevábamos un uniforme azul marino con cuello duro blanco y una moña grande azul con lunares blancos, zapatos negros, calcetines blancos y un espantoso baby celeste. El uniforme era bonito, la verdad, pero te pasabas el día con el baby.
Las niñas externas traían todos los días sus calcetines limpitos pero las internas no nos los podíamos cambiar más que los sábados que era cuando “tocaba” bañarse. ¡Qué asco!, tenías que aguantarte con la ropa interior toda la semana pasase lo que pasase y a diario solo lavarte por encima como podías y lo que podías, pero sin mostrar tu desnudez porque eso era “pecado”.
Los baños eran por turno. A nosotras nos tocaban los miércoles. Eran un numerito ya que tenías que meterte en la bañera con el camisón puesto y limpiarte todo el cuerpo con una manopla, metiéndola como podías debajo del camisón que como se empapaba era dificilísimo; se te enganchaba el dichoso camisón que además tenía manga larga. De ninguna manera te podías quitar el camisón, porque había una monja cotilla vigilando detrás de la puerta a ver lo que hacías. Ver nuestros cuerpos desnudos era un pecado gravísimo de los mortales y no se podía hacer, así que terminabas el baño pensando que más que quedarte limpia, habías remojado la suciedad de la semana sin poder deshacerte de ella como Dios manda. ¡Qué marranas, qué mal pensadas y qué retorcidas eran algunas monjas!
Menos mal que los sábados y los domingos nos íbamos al Faro con los abuelos y allí nos lavábamos bien la cabeza y nos escamondábamos en un delicioso baño de agua calentita. Cristina, nuestra tata, que siempre nos bañaba a diario y cuidaba nuestro pelo muchísimo, no se lo podía creer y mientras nos bañaba iba diciendo:
"¡Ay mis niñas, pobrecitas ellas, con lo preciosas que son!… ¡Ay esas brujas lo que están haciendo con mis niñas!... ¡Ay si su madre se enterara!… ¡menos mal que no lo sabe, con lo lejísimo que está!
Y al terminar nos ponía el mejor vestido que encontrara en el armario y nos dejaba a su gusto, como ella decía: "¡Bien guapas, bien repeinás, bien arreglás y como Dios manda!". Era un cielo de tata, la queríamos todos como si fuera nuestra segunda madre.
Pilar, en medio del curso escribió una carta a los abuelos de Sevilla contando todo lo que nos estaban haciendo las monjas y Cristina, disimuladamente, recogió la carta, ya que las monjas siempre pasaban por la censura nuestras cartas y en ellas no podíamos contar nada de estas cosas. Cristina la envió a Sevilla y mi abuelo escribió a Caracas a mis padres pidiendo una autorización para sacarnos del colegio y fue cuando nos llevaron a las tres a Sevilla. Estuvimos el resto del curso en Morón de la Frontera, en casa de tía Natica, en otro colegio, que no me acuerdo como se llamaba, pero sí recuerdo que comíamos allí, al medio día y nos daban “sobrealimentación” porque estábamos muy delgadas. El extra de comida para que engordáramos algo era una enorme rodaja de morcilla frita… que teníamos que comérnosla nos gustase ó no, y eso diariamente… ¡No se me puede olvidar!. Terminamos el curso allí, y luego nos fuimos con los abuelos a Cádiz a pasar el verano. Aquello lo recuerdo con delicia, aquella playa y ese Cádiz tan estupendo. El curso siguiente nos quedamos en Sevilla y nos metieron en el colegio del Sagrado Corazón.
¡Qué lío de colegios, qué lío de estudios y qué lío de todo!
En resumen: Las monjas, casi ninguna me gustaron nunca. Mis experiencias en los cinco colegios que estuve, cuatro de Monjas y El Instituto Murillo, en Sevilla antes de irnos a Venezuela, no fueron buenas, sobre todo en el internado, y ya desde pequeña me prometí a mí misma que si alguna vez me casaba y tenía hijos, NUNCA IRÍAN INTERNOS. Y lo he cumplido. ¡Vaya si lo he cumplido!
P.D. Para no herir susceptibilidades, ya que muchas niñas de Larache también fueron a ese Colegio, he cambiado el nombre de la susodicha monjita de las narices. A mí me fue fatal con ella, pero puede que a otras no. Yo lo cuento así, porque en realidad fue lo que a mí me pasó.
Adela Montoya Morón.
Cuando estuvimos internas un curso Pilar, Natalia y yo en el Colegio de las Concepcionistas de Larache, tenía 10 años. Fue cuando papá se marchó a Venezuela. Mamá unos meses después se fue con él llevándose a Trini que era muy pequeñita. Pepe estuvo en el colegio de los Maristas, medio pensionista y los demás en el Faro, con los abuelos paternos.

Las monjas eran un poco “especiales”; algunas mejores que otras, pero la mayoría eran muy difíciles. Se salvaba Sor Natalia que además de guapa y buena era amiga de mis padres y procuraba protegernos siempre que podía. Desde que mis padres se fueron a Venezuela, nosotros, los 8 hermanos, les echábamos mucho de menos, había días que llorábamos de tristeza, y era Sor Natalia la que siempre nos consolaba a nosotras tres ya que también echábamos de menos no vivir en nuestra casa con todos.
Nos tranquilizaba y nos razonaba cuando le preguntábamos, ¿por qué se han tenido que ir tan lejos? Ella era la monja perfecta, nunca la podré olvidar. Siempre tenía la palabra justa, la mejor de las sonrisas maternales para nosotras, y sólo con eso, que era mucho, nos quedábamos tranquilas. Era una buena monja para mí y una gran mujer.
Pero estaba Sor Camila, una monja antipática, odiosa y mandona y yo creo que frustrada y reprimida porque le gustaba el flamenco. Era de mediana edad y debía estar muy amargada. La tenía tomada conmigo y me obligaba a bailar las Sevillanas a cualquier hora que tuviera libre.
Lo tuve que hacer muchas veces al principio hasta que un día le dije que no, era la hora del recreo y yo lo que quería era jugar, ¡nada más lógico! Pero ella creyó que me podría obligar y viendo que a mí no me daba la gana de obedecerle me cogió auténtica manía. Como yo no daba mi brazo a torcer me tenía que tragar sus castigos que eran bastantes crueles, como dejarme en un rincón sentada sin jugar durante el recreo o encerrarme en una especie de despensa sin luz, cosa que me horrorizaba y que me creó un auténtico trauma de miedo a estar encerrada y a la oscuridad. La tal Sor Camila era un bicho y llegué a odiarla con todas mis fuerzas.
Mi hermana Nata también tiene recuerdos de ese colegio. Había dos niñas de su edad
que eran hermanas, Finita y Soledad del Barco y eran muy guapas. Una de ellas, creo que Soledad por la edad que tenía, tonteaba con algún niño del Colegio de Los Maristas, que estaba justo enfrente. Ella tenía un pelo muy bonito, se lo cuidaba mucho y dormía con rulos; la muy estúpida de Sor Camila, según cree mi hermana que pudo ser ella, terminó cortándole el pelo bien corto, para fastidiarla ¡Hace falta ser mala, envidiosa y cruel para hacer eso!
Yo era de las internas más pequeñas y todas dormíamos en un dormitorio enorme y alargado, con las camas separadas con unas cortinas. Un día en que yo estaba sumida en mi más profundo sueño, por lo visto, algunas de las mayores estaban armando jaleo. Sor Camila había entrado un par de veces amenazando y había dicho que a las que se movieran o emitieran el más mínimo sonido las sacaría de la cama y dormirían en la escalera y ante tal amenaza, sabiendo que la malvada monja no se andaría con chiquitas, se hizo un silencio sepulcral al instante.
Yo no me había enterado de nada durmiendo tan profundamente, pero al rato me desperté con ganas de ir al baño. La mala monja me vio y me cogió por los pelos ante mi asombro y mi desconcierto, porque no sabía de qué iba la película, y diciéndome ¡tenías que ser tú, ahora verás! Me arrastró por la escalera hasta la azotea, me echó fuera de un empujón y atrancó la puerta por dentro, dejándome allí sola, horrorizada, gritando y llorando a media noche.
En mi propia defensa, viendo que me pasaría el resto de la noche allí, no se me ocurrió otra cosa que darle patadas y puñetazos a la puerta, pero viendo que no iba a conseguir nada, ya que nadie acudía en mi ayuda y me estaba destrozando mis pies descalzos y mis pobres manos, cogí una maceta y la estrellé en la bóveda de cristal que había cubriendo la escalera, lo que originó un estruendo espantoso haciendo añicos los cristales y terminó estrellándose la maceta por la escalera, dejando trozos de barro, tierra y una pobre planta destrozada.
No tardaron ni cinco minutos en abrir la puerta y recuerdo que había varias monjas. Fue Sor Natalia la que me cogió en brazos, acurrucándome y consolándome, porque yo estaba temblando de frío y de miedo y lloraba sin parar. Recuerdo que cuando me calmé me llevo a mi cama y me acostó maternalmente y hasta que vio que me quedaba dormida, no se fue de mi lado. Era una monja muy buena y ha sido una de las dos monjas que yo más he querido en toda mi vida.
Al día siguiente después del desayuno, ocurrió algo que no he podido olvidar. Me llamaron al despacho de la superiora (no recuerdo como se llamaba) pero era una señora que imponía a todo el mundo; ante mi asombro, en el despacho estaban Sor Natalia y Sor Camila. Yo creí que la Superiora me amonestaría por algo que habría hecho, pero no tenía ni idea qué podría ser. Me pidió que le contase lo que había pasado la noche anterior y le dije la verdad. Luego a Sor Camila, que estaba asustada, le dijo que lo contara ella también. Nos escuchó a las dos y luego, muy pausadamente, obligó a Sor Camila a pedirme perdón, cosa que hizo ante mi desconcierto, pero también para mi satisfacción.
Desde ese día Sor Camila ya no se ocupó de las niñas, se dedicó creo que a la huerta y a las gallinas, no puedo recordarlo, pero yo empecé a respirar tranquila desde entonces. Desde luego a mí no volvió a molestarme más y ni siquiera volvió a acercarse. Nunca supe el castigo que recibiría, pero debió ser fuerte ya que la apartaron no solamente de mí si no de todas las niñas internas.
Sor Emilia era muy graciosa. Nos daba clase de dibujo y de labores imponiendo silencio absoluto y cuando oía algún susurro siempre decía ¡hay dos que están hablando!, levantando la vista por encima de sus gafas y de cuando en cuando empezaba una Jaculatoria que teníamos que rezar todas en coro. Recuerdo una que decía:
Del cielo bajó una nube, Toda vestida de azul, en ella baja María, y el Sagrado corazón de Jesús. Dios te salve María, Llena eres de Gracias... Y rezábamos el Ave María.
Sor Emilia era viejecita pero irradiaba ternura, a pesar de sus malas pulgas. Yo me llevaba bien con ella y un día le pregunté: "Sor Emilia, ¿por qué dice que hay dos que están hablando?" Y ella dijo: "¡Hija mía, una persona no puede hablar sola, tienen que ser dos!". Si ahora supiera las de veces que yo hablo sola, me techaría de chalada ó loca.
Gracias a Sor Emilia a mí me empezó a gustar la costura. Nos enseñó a hacer toda clases de vainicas, dobladillos, a sobrehilar, poner remiendos, zurcir los rotos, coser botones, también festones, a fruncir, a hacer bodoques y punto de cruz. Todo lo teníamos que hacer primorosamente; no admitía una mala puntada, no permitía unos nudos feos por el revés, cualquier equivocación la tenías que deshacer y pobre de ti si estropeabas la muestra. Recuerdo que nos inspeccionaba las manos antes de empezar; decía "¡las manos muy limpias!" Y nos obligaba a usar el dedal y decía "¡el dedal es fundamental!" Al principio me pareció un artilugio incomodísimo, se me caía del dedo cada dos por tres y ella me ponía un poquito de papel o un pequeño trapito alrededor del dedo, pero terminé acostumbrándome, y aunque me costó saber cómo se empujaba la aguja con el dedal, también terminé aprendiendo. Me gustaba mucho la clase de costura.
Recuerdo las misas diarias a primera hora, tenías el estómago vacío porque tenías que comulgar. El cura las decía en latín, como se decían antes, y las monjas y las niñas repetían algunas frases con él, en latín. Había una que terminaba en "Tu te mean" ó algo así y yo terminaba en un "Tú te measss" con las consiguientes risitas por lo bajito de todas las niñas y la indignación del cura y las monjas, luego me castigaban, claro. Las misas eran aburridísimas pero no había más remedio que oírlas.
Llevábamos un uniforme azul marino con cuello duro blanco y una moña grande azul con lunares blancos, zapatos negros, calcetines blancos y un espantoso baby celeste. El uniforme era bonito, la verdad, pero te pasabas el día con el baby.
Las niñas externas traían todos los días sus calcetines limpitos pero las internas no nos los podíamos cambiar más que los sábados que era cuando “tocaba” bañarse. ¡Qué asco!, tenías que aguantarte con la ropa interior toda la semana pasase lo que pasase y a diario solo lavarte por encima como podías y lo que podías, pero sin mostrar tu desnudez porque eso era “pecado”.
Los baños eran por turno. A nosotras nos tocaban los miércoles. Eran un numerito ya que tenías que meterte en la bañera con el camisón puesto y limpiarte todo el cuerpo con una manopla, metiéndola como podías debajo del camisón que como se empapaba era dificilísimo; se te enganchaba el dichoso camisón que además tenía manga larga. De ninguna manera te podías quitar el camisón, porque había una monja cotilla vigilando detrás de la puerta a ver lo que hacías. Ver nuestros cuerpos desnudos era un pecado gravísimo de los mortales y no se podía hacer, así que terminabas el baño pensando que más que quedarte limpia, habías remojado la suciedad de la semana sin poder deshacerte de ella como Dios manda. ¡Qué marranas, qué mal pensadas y qué retorcidas eran algunas monjas!
Menos mal que los sábados y los domingos nos íbamos al Faro con los abuelos y allí nos lavábamos bien la cabeza y nos escamondábamos en un delicioso baño de agua calentita. Cristina, nuestra tata, que siempre nos bañaba a diario y cuidaba nuestro pelo muchísimo, no se lo podía creer y mientras nos bañaba iba diciendo:
"¡Ay mis niñas, pobrecitas ellas, con lo preciosas que son!… ¡Ay esas brujas lo que están haciendo con mis niñas!... ¡Ay si su madre se enterara!… ¡menos mal que no lo sabe, con lo lejísimo que está!
Y al terminar nos ponía el mejor vestido que encontrara en el armario y nos dejaba a su gusto, como ella decía: "¡Bien guapas, bien repeinás, bien arreglás y como Dios manda!". Era un cielo de tata, la queríamos todos como si fuera nuestra segunda madre.
Pilar, en medio del curso escribió una carta a los abuelos de Sevilla contando todo lo que nos estaban haciendo las monjas y Cristina, disimuladamente, recogió la carta, ya que las monjas siempre pasaban por la censura nuestras cartas y en ellas no podíamos contar nada de estas cosas. Cristina la envió a Sevilla y mi abuelo escribió a Caracas a mis padres pidiendo una autorización para sacarnos del colegio y fue cuando nos llevaron a las tres a Sevilla. Estuvimos el resto del curso en Morón de la Frontera, en casa de tía Natica, en otro colegio, que no me acuerdo como se llamaba, pero sí recuerdo que comíamos allí, al medio día y nos daban “sobrealimentación” porque estábamos muy delgadas. El extra de comida para que engordáramos algo era una enorme rodaja de morcilla frita… que teníamos que comérnosla nos gustase ó no, y eso diariamente… ¡No se me puede olvidar!. Terminamos el curso allí, y luego nos fuimos con los abuelos a Cádiz a pasar el verano. Aquello lo recuerdo con delicia, aquella playa y ese Cádiz tan estupendo. El curso siguiente nos quedamos en Sevilla y nos metieron en el colegio del Sagrado Corazón.
¡Qué lío de colegios, qué lío de estudios y qué lío de todo!
En resumen: Las monjas, casi ninguna me gustaron nunca. Mis experiencias en los cinco colegios que estuve, cuatro de Monjas y El Instituto Murillo, en Sevilla antes de irnos a Venezuela, no fueron buenas, sobre todo en el internado, y ya desde pequeña me prometí a mí misma que si alguna vez me casaba y tenía hijos, NUNCA IRÍAN INTERNOS. Y lo he cumplido. ¡Vaya si lo he cumplido!
P.D. Para no herir susceptibilidades, ya que muchas niñas de Larache también fueron a ese Colegio, he cambiado el nombre de la susodicha monjita de las narices. A mí me fue fatal con ella, pero puede que a otras no. Yo lo cuento así, porque en realidad fue lo que a mí me pasó.
Adela Montoya Morón.
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