sábado, 6 de marzo de 2010

Colegio del Sagrado Corazón, Sevilla

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Pilar y yo también estuvimos en ese colegio. Íbamos de Colegio en Colegio, como en el juego de la Oca: de oca a oca y tiro porque me toca; pues así.

Ese colegio era muy elitista; mi madre y sus cuatro hermanas se educaron allí. Nosotras íbamos medio pensionistas. Fue el curso siguiente de haber estado internas en el Colegio de Larache y los abuelos maternos se hicieron cargo de nosotras. Los pequeños se quedaron en Larache, en el Faro, con los abuelos paternos. Mis abuelos sevillanos pensaron que al menos las dos mayores deberíamos empezar a ser auténticas señoritas con buenos modales y una buena educación. Yo estaba a punto de cumplir los 10 u 11 años, estaba en preparación de ingreso para bachiller, creo; no recuerdo muy bien porque cronológicamente me pierdo pero sí que era pequeña, eso lo recuerdo, y bastante trasto, no como Pilar que era una niña adelantada a su edad, dócil, obediente y aplicada.

Las monjas eran sumamente estrictas: Si te cruzabas con alguna por el pasillo te parabas a un lado y tenías que inclinar la cabeza; y si era con la Madre Superiora debías hacer una pequeña genuflexión con el máximo respeto. ¡Vamos, como si fuera un miembro de la Casa Real!

En el comedor nos distribuían en mesas de 6. Había una presidenta y una vicepresidenta que eran de las niñas mayores y 4 niñas más pequeñas. Las mayores se encargaban de servirnos la comida y enseñarnos buenos modales en la mesa. Debíamos sentarnos correctamente derechas y no apoyarnos cómodamente en el respaldar de la silla. Recuerdo que nos decían: “Hay que dejar sitio para el Ángel de la Guarda”.

Durante la comida debías comer con total corrección, masticar con la boca cerrada, no hacer ruidos, no sorber la sopa, no morder el pan; solo cortar el trocito que te ibas a comer y que te cupiera en la boca, no hablar si no te preguntaban las mayores, no dejar nada en el plato aunque no te gustase, no rebañar la salsa con trozos de pan aunque te gustase mucho, apoyar debidamente los cubiertos en el plato con los puños hacia ti para que la persona que lo retirase no se tropezara con los cubiertos.

La servilleta también tenía su función importante, no solamente para limpiarte la boca. Hasta que aprendieras a no levantar los brazos ni apoyar los codos en la mesa, nos la teníamos que poner sujetándola en los costados con los brazos, y eso era para que nos acostumbráramos a no moverlos demasiado, a no levantar la mano más de lo necesario para introducirnos la comida en la boca, pero sin agachar la cabeza en el plato. Era difícil, pero si lo conseguías, resultaba un éxito. Al levantarte de la mesa no podías hacer ruido con la silla, debías sujetarla y no con arrastre y luego colocarla debidamente en la mesa.

Puedo asegurar que jamás se me olvidaron todos estos buenos modales y los he aplicado a lo largo de mi vida y muchos años después se lo he enseñado a mis hijos. No son cursilerías, son buenos detalles de una buena educación.

Como yo era bastante trasto, a pesar de tanta educación estricta, hacía algunas cosas que no debía, como un día que se me ocurrió atarme el cordón de mi zapato a mi silla, con idea de hacer ese ruido con la silla que no nos permitían. Cuando terminó la clase, se me había olvidado lo que tenía preparado, y al levantarnos para irnos, la armé cayéndome al suelo con silla y todo… Me castigaron, naturalmente.

Otro día en la fila para salir después de terminar la jornada, como yo era de las más pequeñas me ponían de las últimas, Pilar tenía el nº 368 y yo el 369, nos llamaban por los números, yo iba detrás de Pilar. Detrás mía una niña, no sé porqué se tropezó y casi se cayó sobre mí, por lo que yo me volví indignada y le di un empujón tan grande que tiré al suelo a varias niñas, como si fueran las fichas de un dominó. También me castigaron, claro.

La madre Alvaradejo, que era la monja de mi clase, decidió ponerme al lado de una niña que se llamaba Mercedes y que era la niña más buena de toda la clase, con idea de que me ayudara y me enseñara sus bondades. Yo sabía que era una niña un poco especial, pero no me hacía mucha gracia, porque en la capilla cuando se arrodillaba, parecía en éxtasis, se quedaba mirando fijamente al Sagrado Corazón y parecía una iluminada. Me daba hasta miedo, ni siquiera apoyaba las nanos en el reclinatorio, las mantenía unidas como una santita, no se sentaba ni una sola vez, se quedaba de rodillas todo el tiempo, aunque la misa durase más de una hora…¡Qué horror!, con lo que a mí me dolían las rodillas huesudas que tenía, en los durísimos bancos de madera. No estaba dispuesta a semejante sacrificio y terminaba casi, sentándome como podía en el suelo, pero ella llegaba y me levantaba por el codo y la monja que siempre vigilaba por el pasillo, se quedaba enterada y luego me reprendía y si era muy persistente terminaba castigándome. ¡Qué suplicio!

Mercedes consiguió algunos logros, pero a mí me tenía demasiado reprimida y terminó hartándome, pero claro, se acercaba el mes de Mayo y tenía que hacer méritos para poder hacerle una ofrenda a la Virgen María.

Las ofrendas estaban perfectamente catalogadas. En la puerta de la Capilla había una monja detrás de una mesa. En la mesa, en montoncitos estaban las ofrendas. Había Azucenas para las niñas más santas, Claveles blancos para las que solo habían cometido alguna faltilla de nada, margaritas para las niñas regulares y trocitos de paja para las niñas malas. La monja de la mesa no te daba nada; ella sólo vigilaba, eras tú según tu conciencia quien decidías la ofrenda que debías hacerle a la Virgen.

Mercedes, la santa, iba delante de mí y naturalmente ella cogió una azucena con la sonrisa de aprobación de la monja y yo, con lo bien que me había portado con mi conciencia limpia, decidí coger una azucena, para no ser menos, pero la monja que no debía haberse enterado que yo iba evolucionando gracias a Mercedes, le faltó tiempo para quitarme la azucena y en su lugar darme una paja. ¡Qué indignación me entró! Le dije: "¡Madre, yo no le llevo una paja a la Virgen porque he sido buenísima!". La monja miró a Mercedes y luego a mí y entonces la repipi de Mercedes me dio una margarita quitándome la paja de la mano que yo ya había estrujado con rabia.

Odié a Mercedes desde aquél día y volví a recuperar mi auténtica personalidad. La influencia de Mercedes era aburridísima y eso a mí no me iba nada.

Cuando iban aproximándose los exámenes las monjas tenían por costumbre poner en el aula del examen una bandeja con estampitas de todos los Santos de Cielo. Eran pequeñitas. Del tamaño de un sello de correos más o menos. Las niñas que iban entrando iban cogiendo algunas de ellas. Había quien se las colgaba del cuello en su cadena, haciéndoles unos pequeños agujeros, otras las metían en unos escapularios que siempre llevaban colgados, otras las metían en sus cuadernos o en sus libros, seguramente en las asignaturas más complicadas. Yo vi que Mercedes las metía en un sobrecito blanco y se las guardaba dentro del uniforme, a la altura del corazón. Le pregunté y me dijo, como era tan cursi la pobre, que al llevarlas tan cerca del corazón le harían más caso en el Cielo y le aclararían durante el examen cualquier duda que tuviese.

Me quedé pensativa y decidí que a mí también me harían caso, o más que a Mercedes, si me las guardaba bien guardadas, y sin pensármelo dos veces me las metí en la boca y empecé a masticarlas, no recuerdo cuantas había cogido pero debieron ser un buen puñado porque se me hizo una bola intragable, pero al final lo conseguí. La tonta de Mercedes se espantó y fue a decírselo a la monja de la bandeja, pero yo la amenacé diciéndole: "¡Como se lo digas te pego!". Fue prudente y no le dijo nada, bien sabía ella que era muy capaz de darle una buena tunda y se apartó a una distancia importante por si acaso. La monja no vio nada, de lo que me alegré.

Me sentí santa perdida, como las del cielo, con tantos como me había metido en mi estómago, y entré al examen con una fe ciega y segura de que aprobaría sin problemas. Mercedes, aunque no se chivó, antes de empezar me dijo por lo bajo: "¡Vverás lo mala que te vas a poner, porque esa tinta de las estampitas es venenosa!". No le contesté nada pero le atravesé con la mirada tanto que se asustó y no volvió a abrir el pico.

La fe mueve montañas y me aprobaron, con un 5 pelado y mondado, pero me aprobaron. A ella le pusieron un sobresaliente; la muy fresca estaba conchabada con el Cielo, debía tener un montón de “enchufes” allá arriba…

Cuando llegué a casa de mis abuelos, como iba con la preocupación de mi posible envenenamiento se lo conté a mi abuela, ella estuvo riéndose un buen rato y me decía "¡Pero hija mía! ¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso? ¡Se van a enfadar todos esos Santos que has masticado!". Y para mi tranquilidad me dio una manzanilla, que debió sentarme de maravilla, porque luego no me dolió nada en absoluto la barriga ni me envenené ni nada por el estilo.

Los Santos del Cielo no me hicieron ningún daño. Si me lo hubieran hecho, como le dije a mi abuela, es qué no eran nada Santos.

Solo estuve ese curso en ese Colegio, y tampoco se me ha olvidado.
¡Como se me va a olvidar!

Adela Montoya Morón.

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