sábado, 6 de marzo de 2010

Colegio de Larache, internado

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Cuando estuvimos internas un curso Pilar, Natalia y yo en el Colegio de las Concepcionistas de Larache, tenía 10 años. Fue cuando papá se marchó a Venezuela. Mamá unos meses después se fue con él llevándose a Trini que era muy pequeñita. Pepe estuvo en el colegio de los Maristas, medio pensionista y los demás en el Faro, con los abuelos paternos.


Las monjas eran un poco “especiales”; algunas mejores que otras, pero la mayoría eran muy difíciles. Se salvaba Sor Natalia que además de guapa y buena era amiga de mis padres y procuraba protegernos siempre que podía. Desde que mis padres se fueron a Venezuela, nosotros, los 8 hermanos, les echábamos mucho de menos, había días que llorábamos de tristeza, y era Sor Natalia la que siempre nos consolaba a nosotras tres ya que también echábamos de menos no vivir en nuestra casa con todos.

Nos tranquilizaba y nos razonaba cuando le preguntábamos, ¿por qué se han tenido que ir tan lejos? Ella era la monja perfecta, nunca la podré olvidar. Siempre tenía la palabra justa, la mejor de las sonrisas maternales para nosotras, y sólo con eso, que era mucho, nos quedábamos tranquilas. Era una buena monja para mí y una gran mujer.



Pero estaba Sor Camila, una monja antipática, odiosa y mandona y yo creo que frustrada y reprimida porque le gustaba el flamenco. Era de mediana edad y debía estar muy amargada. La tenía tomada conmigo y me obligaba a bailar las Sevillanas a cualquier hora que tuviera libre.

Lo tuve que hacer muchas veces al principio hasta que un día le dije que no, era la hora del recreo y yo lo que quería era jugar, ¡nada más lógico! Pero ella creyó que me podría obligar y viendo que a mí no me daba la gana de obedecerle me cogió auténtica manía. Como yo no daba mi brazo a torcer me tenía que tragar sus castigos que eran bastantes crueles, como dejarme en un rincón sentada sin jugar durante el recreo o encerrarme en una especie de despensa sin luz, cosa que me horrorizaba y que me creó un auténtico trauma de miedo a estar encerrada y a la oscuridad. La tal Sor Camila era un bicho y llegué a odiarla con todas mis fuerzas.

Mi hermana Nata también tiene recuerdos de ese colegio. Había dos niñas de su edad
que eran hermanas, Finita y Soledad del Barco y eran muy guapas. Una de ellas, creo que Soledad por la edad que tenía, tonteaba con algún niño del Colegio de Los Maristas, que estaba justo enfrente. Ella tenía un pelo muy bonito, se lo cuidaba mucho y dormía con rulos; la muy estúpida de Sor Camila, según cree mi hermana que pudo ser ella, terminó cortándole el pelo bien corto, para fastidiarla ¡Hace falta ser mala, envidiosa y cruel para hacer eso!

Yo era de las internas más pequeñas y todas dormíamos en un dormitorio enorme y alargado, con las camas separadas con unas cortinas. Un día en que yo estaba sumida en mi más profundo sueño, por lo visto, algunas de las mayores estaban armando jaleo. Sor Camila había entrado un par de veces amenazando y había dicho que a las que se movieran o emitieran el más mínimo sonido las sacaría de la cama y dormirían en la escalera y ante tal amenaza, sabiendo que la malvada monja no se andaría con chiquitas, se hizo un silencio sepulcral al instante.

Yo no me había enterado de nada durmiendo tan profundamente, pero al rato me desperté con ganas de ir al baño. La mala monja me vio y me cogió por los pelos ante mi asombro y mi desconcierto, porque no sabía de qué iba la película, y diciéndome ¡tenías que ser tú, ahora verás! Me arrastró por la escalera hasta la azotea, me echó fuera de un empujón y atrancó la puerta por dentro, dejándome allí sola, horrorizada, gritando y llorando a media noche.

En mi propia defensa, viendo que me pasaría el resto de la noche allí, no se me ocurrió otra cosa que darle patadas y puñetazos a la puerta, pero viendo que no iba a conseguir nada, ya que nadie acudía en mi ayuda y me estaba destrozando mis pies descalzos y mis pobres manos, cogí una maceta y la estrellé en la bóveda de cristal que había cubriendo la escalera, lo que originó un estruendo espantoso haciendo añicos los cristales y terminó estrellándose la maceta por la escalera, dejando trozos de barro, tierra y una pobre planta destrozada.

No tardaron ni cinco minutos en abrir la puerta y recuerdo que había varias monjas. Fue Sor Natalia la que me cogió en brazos, acurrucándome y consolándome, porque yo estaba temblando de frío y de miedo y lloraba sin parar. Recuerdo que cuando me calmé me llevo a mi cama y me acostó maternalmente y hasta que vio que me quedaba dormida, no se fue de mi lado. Era una monja muy buena y ha sido una de las dos monjas que yo más he querido en toda mi vida.

Al día siguiente después del desayuno, ocurrió algo que no he podido olvidar. Me llamaron al despacho de la superiora (no recuerdo como se llamaba) pero era una señora que imponía a todo el mundo; ante mi asombro, en el despacho estaban Sor Natalia y Sor Camila. Yo creí que la Superiora me amonestaría por algo que habría hecho, pero no tenía ni idea qué podría ser. Me pidió que le contase lo que había pasado la noche anterior y le dije la verdad. Luego a Sor Camila, que estaba asustada, le dijo que lo contara ella también. Nos escuchó a las dos y luego, muy pausadamente, obligó a Sor Camila a pedirme perdón, cosa que hizo ante mi desconcierto, pero también para mi satisfacción.

Desde ese día Sor Camila ya no se ocupó de las niñas, se dedicó creo que a la huerta y a las gallinas, no puedo recordarlo, pero yo empecé a respirar tranquila desde entonces. Desde luego a mí no volvió a molestarme más y ni siquiera volvió a acercarse. Nunca supe el castigo que recibiría, pero debió ser fuerte ya que la apartaron no solamente de mí si no de todas las niñas internas.

Sor Emilia era muy graciosa. Nos daba clase de dibujo y de labores imponiendo silencio absoluto y cuando oía algún susurro siempre decía ¡hay dos que están hablando!, levantando la vista por encima de sus gafas y de cuando en cuando empezaba una Jaculatoria que teníamos que rezar todas en coro. Recuerdo una que decía:

Del cielo bajó una nube, Toda vestida de azul, en ella baja María, y el Sagrado corazón de Jesús. Dios te salve María, Llena eres de Gracias... Y rezábamos el Ave María.

Sor Emilia era viejecita pero irradiaba ternura, a pesar de sus malas pulgas. Yo me llevaba bien con ella y un día le pregunté: "Sor Emilia, ¿por qué dice que hay dos que están hablando?" Y ella dijo: "¡Hija mía, una persona no puede hablar sola, tienen que ser dos!". Si ahora supiera las de veces que yo hablo sola, me techaría de chalada ó loca.

Gracias a Sor Emilia a mí me empezó a gustar la costura. Nos enseñó a hacer toda clases de vainicas, dobladillos, a sobrehilar, poner remiendos, zurcir los rotos, coser botones, también festones, a fruncir, a hacer bodoques y punto de cruz. Todo lo teníamos que hacer primorosamente; no admitía una mala puntada, no permitía unos nudos feos por el revés, cualquier equivocación la tenías que deshacer y pobre de ti si estropeabas la muestra. Recuerdo que nos inspeccionaba las manos antes de empezar; decía "¡las manos muy limpias!" Y nos obligaba a usar el dedal y decía "¡el dedal es fundamental!" Al principio me pareció un artilugio incomodísimo, se me caía del dedo cada dos por tres y ella me ponía un poquito de papel o un pequeño trapito alrededor del dedo, pero terminé acostumbrándome, y aunque me costó saber cómo se empujaba la aguja con el dedal, también terminé aprendiendo. Me gustaba mucho la clase de costura.

Recuerdo las misas diarias a primera hora, tenías el estómago vacío porque tenías que comulgar. El cura las decía en latín, como se decían antes, y las monjas y las niñas repetían algunas frases con él, en latín. Había una que terminaba en "Tu te mean" ó algo así y yo terminaba en un "Tú te measss" con las consiguientes risitas por lo bajito de todas las niñas y la indignación del cura y las monjas, luego me castigaban, claro. Las misas eran aburridísimas pero no había más remedio que oírlas.

Llevábamos un uniforme azul marino con cuello duro blanco y una moña grande azul con lunares blancos, zapatos negros, calcetines blancos y un espantoso baby celeste. El uniforme era bonito, la verdad, pero te pasabas el día con el baby.

Las niñas externas traían todos los días sus calcetines limpitos pero las internas no nos los podíamos cambiar más que los sábados que era cuando “tocaba” bañarse. ¡Qué asco!, tenías que aguantarte con la ropa interior toda la semana pasase lo que pasase y a diario solo lavarte por encima como podías y lo que podías, pero sin mostrar tu desnudez porque eso era “pecado”.

Los baños eran por turno. A nosotras nos tocaban los miércoles. Eran un numerito ya que tenías que meterte en la bañera con el camisón puesto y limpiarte todo el cuerpo con una manopla, metiéndola como podías debajo del camisón que como se empapaba era dificilísimo; se te enganchaba el dichoso camisón que además tenía manga larga. De ninguna manera te podías quitar el camisón, porque había una monja cotilla vigilando detrás de la puerta a ver lo que hacías. Ver nuestros cuerpos desnudos era un pecado gravísimo de los mortales y no se podía hacer, así que terminabas el baño pensando que más que quedarte limpia, habías remojado la suciedad de la semana sin poder deshacerte de ella como Dios manda. ¡Qué marranas, qué mal pensadas y qué retorcidas eran algunas monjas!

Menos mal que los sábados y los domingos nos íbamos al Faro con los abuelos y allí nos lavábamos bien la cabeza y nos escamondábamos en un delicioso baño de agua calentita. Cristina, nuestra tata, que siempre nos bañaba a diario y cuidaba nuestro pelo muchísimo, no se lo podía creer y mientras nos bañaba iba diciendo:

"¡Ay mis niñas, pobrecitas ellas, con lo preciosas que son!… ¡Ay esas brujas lo que están haciendo con mis niñas!... ¡Ay si su madre se enterara!… ¡menos mal que no lo sabe, con lo lejísimo que está!

Y al terminar nos ponía el mejor vestido que encontrara en el armario y nos dejaba a su gusto, como ella decía: "¡Bien guapas, bien repeinás, bien arreglás y como Dios manda!". Era un cielo de tata, la queríamos todos como si fuera nuestra segunda madre.

Pilar, en medio del curso escribió una carta a los abuelos de Sevilla contando todo lo que nos estaban haciendo las monjas y Cristina, disimuladamente, recogió la carta, ya que las monjas siempre pasaban por la censura nuestras cartas y en ellas no podíamos contar nada de estas cosas. Cristina la envió a Sevilla y mi abuelo escribió a Caracas a mis padres pidiendo una autorización para sacarnos del colegio y fue cuando nos llevaron a las tres a Sevilla. Estuvimos el resto del curso en Morón de la Frontera, en casa de tía Natica, en otro colegio, que no me acuerdo como se llamaba, pero sí recuerdo que comíamos allí, al medio día y nos daban “sobrealimentación” porque estábamos muy delgadas. El extra de comida para que engordáramos algo era una enorme rodaja de morcilla frita… que teníamos que comérnosla nos gustase ó no, y eso diariamente… ¡No se me puede olvidar!. Terminamos el curso allí, y luego nos fuimos con los abuelos a Cádiz a pasar el verano. Aquello lo recuerdo con delicia, aquella playa y ese Cádiz tan estupendo. El curso siguiente nos quedamos en Sevilla y nos metieron en el colegio del Sagrado Corazón.

¡Qué lío de colegios, qué lío de estudios y qué lío de todo!

En resumen: Las monjas, casi ninguna me gustaron nunca. Mis experiencias en los cinco colegios que estuve, cuatro de Monjas y El Instituto Murillo, en Sevilla antes de irnos a Venezuela, no fueron buenas, sobre todo en el internado, y ya desde pequeña me prometí a mí misma que si alguna vez me casaba y tenía hijos, NUNCA IRÍAN INTERNOS. Y lo he cumplido. ¡Vaya si lo he cumplido!

P.D. Para no herir susceptibilidades, ya que muchas niñas de Larache también fueron a ese Colegio, he cambiado el nombre de la susodicha monjita de las narices. A mí me fue fatal con ella, pero puede que a otras no. Yo lo cuento así, porque en realidad fue lo que a mí me pasó.

Adela Montoya Morón.

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