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Tendría yo unos 18 años. Habíamos estado Pilar, Nata y yo unos meses en Zaragoza en casa de tía Adela estudiando hasta que mamá vino de Venezuela, recogió a todos sus hijos: 3 en Zaragoza y el resto en Sevilla, en casa de los abuelos. Nosotras tres habíamos estado estudiando inglés pintura y cultura general, hicimos allí muchos amigos y cayó algún pretendiente que otro.
El agua de Zaragoza me sentó fatal. Me produjo una colitis detrás de otra y tía Adela me daba arroz blanco, té, manzanas y algunas veces jamón de York. Esa fue mi alimentación durante unos meses. Adelgacé muchísimo y cuando llegó el verano mamá había alquilado un chalet en Cádiz; me acuerdo que se llamaba “El Parque” y estaba donde ahora está el Hospital. La casa era grande y destartalada y tenía mucho jardín.
Estuve yendo a la playa unos días y empecé con unas fiebres vespertinas y sintiéndome fatal. Mamá me llevo al Medico y después de reconocerme y escandalizarse porque desde el vientre me tocaba la columna vertebral y hacerme radiografías y analítica, me diagnosticó anemia y complejo primario. Me recetó unas cuantas pastillas y unas inyecciones dolorosísimas que me ponía mamá. No me podía dar el sol de ninguna manera y por lo tanto no pude ir a la playa durante casi un mes. Tenía que hacer reposo absoluto y lo peor fue la sobrealimentación que tuve que hacer para recuperarme y había perdido por completo el apetito. Dormitaba mucho.
En un porche había una parra grande y mi madre me instaló a la sombra en una hamaca enorme donde puso un colchón con sábanas y todo y unos cuantos cojines. Allí, tan flaca, tan pálida y tan lánguida, parecía “La Dama de las Camelias”. Por las tardes estaba muy entretenida, ya que venían mis amigos a verme. Ricardo que estudiaba en Cádiz en una academia preparando el ingreso para Navales, iba a verme de lunes a viernes después de sus clases y luego el viernes se iba a su casa de Jerez como buen hijo de familia. Y un medio novio que tenía en Sevilla aparecía en Cádiz para verme desde el viernes por la tarde hasta el Domingo por la noche que se volvía a su casa de Sevilla, se llamaba Jacinto. De esa forma me vi muy bien atendida por dos pretendientes sin que se viesen el uno al otro y no se encelasen entre ellos. Y a mí, aunque fastidiada con mis “dolencias” la verdad es que me complacía mucho tener a los dos de quita y pon y pendientes de mí. ¡Hay que ver!
Me duró poco el reposo porque me curé enseguida y pude volver a la playa aunque sin tomar el sol directamente ni bañarme. Me instalaba debajo del toldo y allí seguíamos con todos nuestros amigos y las tertulias encantadoras que teníamos.
Luego podía ir al cine de verano abrigada con una chaquetita y podía comer pipas, viendo la película que fuera. Ese fue un verano un poco accidentado, pero el siguiente fue mucho mejor ya que estaba como una rosa y pude disfrutar de esa playa de Cádiz tan maravillosa.
El siguiente verano fue divertidísimo, conocimos a un montón de gente estupenda, íbamos a fiestas del Club Náutico que eran animadísimas y nos hicimos amigas de un grupo de guardiamarinas que estaban en Infantería de Marina haciendo las milicias universitarias. Eran chicos muy agradables y correctos. Todos se habían dejado a sus novias en sus ciudades y con nosotras no tenían ningún problema. Recuerdo que los llevamos a Jerez y les presentamos a mi prima Mª Carmen Ruiz de Velasco y nos lo pasamos en grande.
Mis recuerdos de Cádiz son preciosos, disfruté de “La tacita de Plata” siempre que fui y disfruté de esa increíble playa y de su fantástica gente, con esa gracia “especial” que sólo allí tienen.
Volví a veranear en Cádiz después de casada y con mis tres hijos mientras vivimos en Sevilla, y aunque después del año 1.981 no he vuelto a mi playa de mi alma, mientras viva siempre la llevaré en mi corazón y en mis recuerdos.
Adela Montoya Morón.
sábado, 6 de marzo de 2010
Colegio del Sagrado Corazón, Sevilla
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Pilar y yo también estuvimos en ese colegio. Íbamos de Colegio en Colegio, como en el juego de la Oca: de oca a oca y tiro porque me toca; pues así.
Ese colegio era muy elitista; mi madre y sus cuatro hermanas se educaron allí. Nosotras íbamos medio pensionistas. Fue el curso siguiente de haber estado internas en el Colegio de Larache y los abuelos maternos se hicieron cargo de nosotras. Los pequeños se quedaron en Larache, en el Faro, con los abuelos paternos. Mis abuelos sevillanos pensaron que al menos las dos mayores deberíamos empezar a ser auténticas señoritas con buenos modales y una buena educación. Yo estaba a punto de cumplir los 10 u 11 años, estaba en preparación de ingreso para bachiller, creo; no recuerdo muy bien porque cronológicamente me pierdo pero sí que era pequeña, eso lo recuerdo, y bastante trasto, no como Pilar que era una niña adelantada a su edad, dócil, obediente y aplicada.
Las monjas eran sumamente estrictas: Si te cruzabas con alguna por el pasillo te parabas a un lado y tenías que inclinar la cabeza; y si era con la Madre Superiora debías hacer una pequeña genuflexión con el máximo respeto. ¡Vamos, como si fuera un miembro de la Casa Real!
En el comedor nos distribuían en mesas de 6. Había una presidenta y una vicepresidenta que eran de las niñas mayores y 4 niñas más pequeñas. Las mayores se encargaban de servirnos la comida y enseñarnos buenos modales en la mesa. Debíamos sentarnos correctamente derechas y no apoyarnos cómodamente en el respaldar de la silla. Recuerdo que nos decían: “Hay que dejar sitio para el Ángel de la Guarda”.
Durante la comida debías comer con total corrección, masticar con la boca cerrada, no hacer ruidos, no sorber la sopa, no morder el pan; solo cortar el trocito que te ibas a comer y que te cupiera en la boca, no hablar si no te preguntaban las mayores, no dejar nada en el plato aunque no te gustase, no rebañar la salsa con trozos de pan aunque te gustase mucho, apoyar debidamente los cubiertos en el plato con los puños hacia ti para que la persona que lo retirase no se tropezara con los cubiertos.
La servilleta también tenía su función importante, no solamente para limpiarte la boca. Hasta que aprendieras a no levantar los brazos ni apoyar los codos en la mesa, nos la teníamos que poner sujetándola en los costados con los brazos, y eso era para que nos acostumbráramos a no moverlos demasiado, a no levantar la mano más de lo necesario para introducirnos la comida en la boca, pero sin agachar la cabeza en el plato. Era difícil, pero si lo conseguías, resultaba un éxito. Al levantarte de la mesa no podías hacer ruido con la silla, debías sujetarla y no con arrastre y luego colocarla debidamente en la mesa.
Puedo asegurar que jamás se me olvidaron todos estos buenos modales y los he aplicado a lo largo de mi vida y muchos años después se lo he enseñado a mis hijos. No son cursilerías, son buenos detalles de una buena educación.
Como yo era bastante trasto, a pesar de tanta educación estricta, hacía algunas cosas que no debía, como un día que se me ocurrió atarme el cordón de mi zapato a mi silla, con idea de hacer ese ruido con la silla que no nos permitían. Cuando terminó la clase, se me había olvidado lo que tenía preparado, y al levantarnos para irnos, la armé cayéndome al suelo con silla y todo… Me castigaron, naturalmente.
Otro día en la fila para salir después de terminar la jornada, como yo era de las más pequeñas me ponían de las últimas, Pilar tenía el nº 368 y yo el 369, nos llamaban por los números, yo iba detrás de Pilar. Detrás mía una niña, no sé porqué se tropezó y casi se cayó sobre mí, por lo que yo me volví indignada y le di un empujón tan grande que tiré al suelo a varias niñas, como si fueran las fichas de un dominó. También me castigaron, claro.
La madre Alvaradejo, que era la monja de mi clase, decidió ponerme al lado de una niña que se llamaba Mercedes y que era la niña más buena de toda la clase, con idea de que me ayudara y me enseñara sus bondades. Yo sabía que era una niña un poco especial, pero no me hacía mucha gracia, porque en la capilla cuando se arrodillaba, parecía en éxtasis, se quedaba mirando fijamente al Sagrado Corazón y parecía una iluminada. Me daba hasta miedo, ni siquiera apoyaba las nanos en el reclinatorio, las mantenía unidas como una santita, no se sentaba ni una sola vez, se quedaba de rodillas todo el tiempo, aunque la misa durase más de una hora…¡Qué horror!, con lo que a mí me dolían las rodillas huesudas que tenía, en los durísimos bancos de madera. No estaba dispuesta a semejante sacrificio y terminaba casi, sentándome como podía en el suelo, pero ella llegaba y me levantaba por el codo y la monja que siempre vigilaba por el pasillo, se quedaba enterada y luego me reprendía y si era muy persistente terminaba castigándome. ¡Qué suplicio!
Mercedes consiguió algunos logros, pero a mí me tenía demasiado reprimida y terminó hartándome, pero claro, se acercaba el mes de Mayo y tenía que hacer méritos para poder hacerle una ofrenda a la Virgen María.
Las ofrendas estaban perfectamente catalogadas. En la puerta de la Capilla había una monja detrás de una mesa. En la mesa, en montoncitos estaban las ofrendas. Había Azucenas para las niñas más santas, Claveles blancos para las que solo habían cometido alguna faltilla de nada, margaritas para las niñas regulares y trocitos de paja para las niñas malas. La monja de la mesa no te daba nada; ella sólo vigilaba, eras tú según tu conciencia quien decidías la ofrenda que debías hacerle a la Virgen.
Mercedes, la santa, iba delante de mí y naturalmente ella cogió una azucena con la sonrisa de aprobación de la monja y yo, con lo bien que me había portado con mi conciencia limpia, decidí coger una azucena, para no ser menos, pero la monja que no debía haberse enterado que yo iba evolucionando gracias a Mercedes, le faltó tiempo para quitarme la azucena y en su lugar darme una paja. ¡Qué indignación me entró! Le dije: "¡Madre, yo no le llevo una paja a la Virgen porque he sido buenísima!". La monja miró a Mercedes y luego a mí y entonces la repipi de Mercedes me dio una margarita quitándome la paja de la mano que yo ya había estrujado con rabia.
Odié a Mercedes desde aquél día y volví a recuperar mi auténtica personalidad. La influencia de Mercedes era aburridísima y eso a mí no me iba nada.
Cuando iban aproximándose los exámenes las monjas tenían por costumbre poner en el aula del examen una bandeja con estampitas de todos los Santos de Cielo. Eran pequeñitas. Del tamaño de un sello de correos más o menos. Las niñas que iban entrando iban cogiendo algunas de ellas. Había quien se las colgaba del cuello en su cadena, haciéndoles unos pequeños agujeros, otras las metían en unos escapularios que siempre llevaban colgados, otras las metían en sus cuadernos o en sus libros, seguramente en las asignaturas más complicadas. Yo vi que Mercedes las metía en un sobrecito blanco y se las guardaba dentro del uniforme, a la altura del corazón. Le pregunté y me dijo, como era tan cursi la pobre, que al llevarlas tan cerca del corazón le harían más caso en el Cielo y le aclararían durante el examen cualquier duda que tuviese.
Me quedé pensativa y decidí que a mí también me harían caso, o más que a Mercedes, si me las guardaba bien guardadas, y sin pensármelo dos veces me las metí en la boca y empecé a masticarlas, no recuerdo cuantas había cogido pero debieron ser un buen puñado porque se me hizo una bola intragable, pero al final lo conseguí. La tonta de Mercedes se espantó y fue a decírselo a la monja de la bandeja, pero yo la amenacé diciéndole: "¡Como se lo digas te pego!". Fue prudente y no le dijo nada, bien sabía ella que era muy capaz de darle una buena tunda y se apartó a una distancia importante por si acaso. La monja no vio nada, de lo que me alegré.
Me sentí santa perdida, como las del cielo, con tantos como me había metido en mi estómago, y entré al examen con una fe ciega y segura de que aprobaría sin problemas. Mercedes, aunque no se chivó, antes de empezar me dijo por lo bajo: "¡Vverás lo mala que te vas a poner, porque esa tinta de las estampitas es venenosa!". No le contesté nada pero le atravesé con la mirada tanto que se asustó y no volvió a abrir el pico.
La fe mueve montañas y me aprobaron, con un 5 pelado y mondado, pero me aprobaron. A ella le pusieron un sobresaliente; la muy fresca estaba conchabada con el Cielo, debía tener un montón de “enchufes” allá arriba…
Cuando llegué a casa de mis abuelos, como iba con la preocupación de mi posible envenenamiento se lo conté a mi abuela, ella estuvo riéndose un buen rato y me decía "¡Pero hija mía! ¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso? ¡Se van a enfadar todos esos Santos que has masticado!". Y para mi tranquilidad me dio una manzanilla, que debió sentarme de maravilla, porque luego no me dolió nada en absoluto la barriga ni me envenené ni nada por el estilo.
Los Santos del Cielo no me hicieron ningún daño. Si me lo hubieran hecho, como le dije a mi abuela, es qué no eran nada Santos.
Solo estuve ese curso en ese Colegio, y tampoco se me ha olvidado.
¡Como se me va a olvidar!
Adela Montoya Morón.
Pilar y yo también estuvimos en ese colegio. Íbamos de Colegio en Colegio, como en el juego de la Oca: de oca a oca y tiro porque me toca; pues así.
Ese colegio era muy elitista; mi madre y sus cuatro hermanas se educaron allí. Nosotras íbamos medio pensionistas. Fue el curso siguiente de haber estado internas en el Colegio de Larache y los abuelos maternos se hicieron cargo de nosotras. Los pequeños se quedaron en Larache, en el Faro, con los abuelos paternos. Mis abuelos sevillanos pensaron que al menos las dos mayores deberíamos empezar a ser auténticas señoritas con buenos modales y una buena educación. Yo estaba a punto de cumplir los 10 u 11 años, estaba en preparación de ingreso para bachiller, creo; no recuerdo muy bien porque cronológicamente me pierdo pero sí que era pequeña, eso lo recuerdo, y bastante trasto, no como Pilar que era una niña adelantada a su edad, dócil, obediente y aplicada.
Las monjas eran sumamente estrictas: Si te cruzabas con alguna por el pasillo te parabas a un lado y tenías que inclinar la cabeza; y si era con la Madre Superiora debías hacer una pequeña genuflexión con el máximo respeto. ¡Vamos, como si fuera un miembro de la Casa Real!
En el comedor nos distribuían en mesas de 6. Había una presidenta y una vicepresidenta que eran de las niñas mayores y 4 niñas más pequeñas. Las mayores se encargaban de servirnos la comida y enseñarnos buenos modales en la mesa. Debíamos sentarnos correctamente derechas y no apoyarnos cómodamente en el respaldar de la silla. Recuerdo que nos decían: “Hay que dejar sitio para el Ángel de la Guarda”.
Durante la comida debías comer con total corrección, masticar con la boca cerrada, no hacer ruidos, no sorber la sopa, no morder el pan; solo cortar el trocito que te ibas a comer y que te cupiera en la boca, no hablar si no te preguntaban las mayores, no dejar nada en el plato aunque no te gustase, no rebañar la salsa con trozos de pan aunque te gustase mucho, apoyar debidamente los cubiertos en el plato con los puños hacia ti para que la persona que lo retirase no se tropezara con los cubiertos.
La servilleta también tenía su función importante, no solamente para limpiarte la boca. Hasta que aprendieras a no levantar los brazos ni apoyar los codos en la mesa, nos la teníamos que poner sujetándola en los costados con los brazos, y eso era para que nos acostumbráramos a no moverlos demasiado, a no levantar la mano más de lo necesario para introducirnos la comida en la boca, pero sin agachar la cabeza en el plato. Era difícil, pero si lo conseguías, resultaba un éxito. Al levantarte de la mesa no podías hacer ruido con la silla, debías sujetarla y no con arrastre y luego colocarla debidamente en la mesa.
Puedo asegurar que jamás se me olvidaron todos estos buenos modales y los he aplicado a lo largo de mi vida y muchos años después se lo he enseñado a mis hijos. No son cursilerías, son buenos detalles de una buena educación.
Como yo era bastante trasto, a pesar de tanta educación estricta, hacía algunas cosas que no debía, como un día que se me ocurrió atarme el cordón de mi zapato a mi silla, con idea de hacer ese ruido con la silla que no nos permitían. Cuando terminó la clase, se me había olvidado lo que tenía preparado, y al levantarnos para irnos, la armé cayéndome al suelo con silla y todo… Me castigaron, naturalmente.
Otro día en la fila para salir después de terminar la jornada, como yo era de las más pequeñas me ponían de las últimas, Pilar tenía el nº 368 y yo el 369, nos llamaban por los números, yo iba detrás de Pilar. Detrás mía una niña, no sé porqué se tropezó y casi se cayó sobre mí, por lo que yo me volví indignada y le di un empujón tan grande que tiré al suelo a varias niñas, como si fueran las fichas de un dominó. También me castigaron, claro.
La madre Alvaradejo, que era la monja de mi clase, decidió ponerme al lado de una niña que se llamaba Mercedes y que era la niña más buena de toda la clase, con idea de que me ayudara y me enseñara sus bondades. Yo sabía que era una niña un poco especial, pero no me hacía mucha gracia, porque en la capilla cuando se arrodillaba, parecía en éxtasis, se quedaba mirando fijamente al Sagrado Corazón y parecía una iluminada. Me daba hasta miedo, ni siquiera apoyaba las nanos en el reclinatorio, las mantenía unidas como una santita, no se sentaba ni una sola vez, se quedaba de rodillas todo el tiempo, aunque la misa durase más de una hora…¡Qué horror!, con lo que a mí me dolían las rodillas huesudas que tenía, en los durísimos bancos de madera. No estaba dispuesta a semejante sacrificio y terminaba casi, sentándome como podía en el suelo, pero ella llegaba y me levantaba por el codo y la monja que siempre vigilaba por el pasillo, se quedaba enterada y luego me reprendía y si era muy persistente terminaba castigándome. ¡Qué suplicio!
Mercedes consiguió algunos logros, pero a mí me tenía demasiado reprimida y terminó hartándome, pero claro, se acercaba el mes de Mayo y tenía que hacer méritos para poder hacerle una ofrenda a la Virgen María.
Las ofrendas estaban perfectamente catalogadas. En la puerta de la Capilla había una monja detrás de una mesa. En la mesa, en montoncitos estaban las ofrendas. Había Azucenas para las niñas más santas, Claveles blancos para las que solo habían cometido alguna faltilla de nada, margaritas para las niñas regulares y trocitos de paja para las niñas malas. La monja de la mesa no te daba nada; ella sólo vigilaba, eras tú según tu conciencia quien decidías la ofrenda que debías hacerle a la Virgen.
Mercedes, la santa, iba delante de mí y naturalmente ella cogió una azucena con la sonrisa de aprobación de la monja y yo, con lo bien que me había portado con mi conciencia limpia, decidí coger una azucena, para no ser menos, pero la monja que no debía haberse enterado que yo iba evolucionando gracias a Mercedes, le faltó tiempo para quitarme la azucena y en su lugar darme una paja. ¡Qué indignación me entró! Le dije: "¡Madre, yo no le llevo una paja a la Virgen porque he sido buenísima!". La monja miró a Mercedes y luego a mí y entonces la repipi de Mercedes me dio una margarita quitándome la paja de la mano que yo ya había estrujado con rabia.
Odié a Mercedes desde aquél día y volví a recuperar mi auténtica personalidad. La influencia de Mercedes era aburridísima y eso a mí no me iba nada.
Cuando iban aproximándose los exámenes las monjas tenían por costumbre poner en el aula del examen una bandeja con estampitas de todos los Santos de Cielo. Eran pequeñitas. Del tamaño de un sello de correos más o menos. Las niñas que iban entrando iban cogiendo algunas de ellas. Había quien se las colgaba del cuello en su cadena, haciéndoles unos pequeños agujeros, otras las metían en unos escapularios que siempre llevaban colgados, otras las metían en sus cuadernos o en sus libros, seguramente en las asignaturas más complicadas. Yo vi que Mercedes las metía en un sobrecito blanco y se las guardaba dentro del uniforme, a la altura del corazón. Le pregunté y me dijo, como era tan cursi la pobre, que al llevarlas tan cerca del corazón le harían más caso en el Cielo y le aclararían durante el examen cualquier duda que tuviese.
Me quedé pensativa y decidí que a mí también me harían caso, o más que a Mercedes, si me las guardaba bien guardadas, y sin pensármelo dos veces me las metí en la boca y empecé a masticarlas, no recuerdo cuantas había cogido pero debieron ser un buen puñado porque se me hizo una bola intragable, pero al final lo conseguí. La tonta de Mercedes se espantó y fue a decírselo a la monja de la bandeja, pero yo la amenacé diciéndole: "¡Como se lo digas te pego!". Fue prudente y no le dijo nada, bien sabía ella que era muy capaz de darle una buena tunda y se apartó a una distancia importante por si acaso. La monja no vio nada, de lo que me alegré.
Me sentí santa perdida, como las del cielo, con tantos como me había metido en mi estómago, y entré al examen con una fe ciega y segura de que aprobaría sin problemas. Mercedes, aunque no se chivó, antes de empezar me dijo por lo bajo: "¡Vverás lo mala que te vas a poner, porque esa tinta de las estampitas es venenosa!". No le contesté nada pero le atravesé con la mirada tanto que se asustó y no volvió a abrir el pico.
La fe mueve montañas y me aprobaron, con un 5 pelado y mondado, pero me aprobaron. A ella le pusieron un sobresaliente; la muy fresca estaba conchabada con el Cielo, debía tener un montón de “enchufes” allá arriba…
Cuando llegué a casa de mis abuelos, como iba con la preocupación de mi posible envenenamiento se lo conté a mi abuela, ella estuvo riéndose un buen rato y me decía "¡Pero hija mía! ¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso? ¡Se van a enfadar todos esos Santos que has masticado!". Y para mi tranquilidad me dio una manzanilla, que debió sentarme de maravilla, porque luego no me dolió nada en absoluto la barriga ni me envenené ni nada por el estilo.
Los Santos del Cielo no me hicieron ningún daño. Si me lo hubieran hecho, como le dije a mi abuela, es qué no eran nada Santos.
Solo estuve ese curso en ese Colegio, y tampoco se me ha olvidado.
¡Como se me va a olvidar!
Adela Montoya Morón.
Colegio de Larache, internado
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Cuando estuvimos internas un curso Pilar, Natalia y yo en el Colegio de las Concepcionistas de Larache, tenía 10 años. Fue cuando papá se marchó a Venezuela. Mamá unos meses después se fue con él llevándose a Trini que era muy pequeñita. Pepe estuvo en el colegio de los Maristas, medio pensionista y los demás en el Faro, con los abuelos paternos.

Las monjas eran un poco “especiales”; algunas mejores que otras, pero la mayoría eran muy difíciles. Se salvaba Sor Natalia que además de guapa y buena era amiga de mis padres y procuraba protegernos siempre que podía. Desde que mis padres se fueron a Venezuela, nosotros, los 8 hermanos, les echábamos mucho de menos, había días que llorábamos de tristeza, y era Sor Natalia la que siempre nos consolaba a nosotras tres ya que también echábamos de menos no vivir en nuestra casa con todos.
Nos tranquilizaba y nos razonaba cuando le preguntábamos, ¿por qué se han tenido que ir tan lejos? Ella era la monja perfecta, nunca la podré olvidar. Siempre tenía la palabra justa, la mejor de las sonrisas maternales para nosotras, y sólo con eso, que era mucho, nos quedábamos tranquilas. Era una buena monja para mí y una gran mujer.
Pero estaba Sor Camila, una monja antipática, odiosa y mandona y yo creo que frustrada y reprimida porque le gustaba el flamenco. Era de mediana edad y debía estar muy amargada. La tenía tomada conmigo y me obligaba a bailar las Sevillanas a cualquier hora que tuviera libre.
Lo tuve que hacer muchas veces al principio hasta que un día le dije que no, era la hora del recreo y yo lo que quería era jugar, ¡nada más lógico! Pero ella creyó que me podría obligar y viendo que a mí no me daba la gana de obedecerle me cogió auténtica manía. Como yo no daba mi brazo a torcer me tenía que tragar sus castigos que eran bastantes crueles, como dejarme en un rincón sentada sin jugar durante el recreo o encerrarme en una especie de despensa sin luz, cosa que me horrorizaba y que me creó un auténtico trauma de miedo a estar encerrada y a la oscuridad. La tal Sor Camila era un bicho y llegué a odiarla con todas mis fuerzas.
Mi hermana Nata también tiene recuerdos de ese colegio. Había dos niñas de su edad
que eran hermanas, Finita y Soledad del Barco y eran muy guapas. Una de ellas, creo que Soledad por la edad que tenía, tonteaba con algún niño del Colegio de Los Maristas, que estaba justo enfrente. Ella tenía un pelo muy bonito, se lo cuidaba mucho y dormía con rulos; la muy estúpida de Sor Camila, según cree mi hermana que pudo ser ella, terminó cortándole el pelo bien corto, para fastidiarla ¡Hace falta ser mala, envidiosa y cruel para hacer eso!
Yo era de las internas más pequeñas y todas dormíamos en un dormitorio enorme y alargado, con las camas separadas con unas cortinas. Un día en que yo estaba sumida en mi más profundo sueño, por lo visto, algunas de las mayores estaban armando jaleo. Sor Camila había entrado un par de veces amenazando y había dicho que a las que se movieran o emitieran el más mínimo sonido las sacaría de la cama y dormirían en la escalera y ante tal amenaza, sabiendo que la malvada monja no se andaría con chiquitas, se hizo un silencio sepulcral al instante.
Yo no me había enterado de nada durmiendo tan profundamente, pero al rato me desperté con ganas de ir al baño. La mala monja me vio y me cogió por los pelos ante mi asombro y mi desconcierto, porque no sabía de qué iba la película, y diciéndome ¡tenías que ser tú, ahora verás! Me arrastró por la escalera hasta la azotea, me echó fuera de un empujón y atrancó la puerta por dentro, dejándome allí sola, horrorizada, gritando y llorando a media noche.
En mi propia defensa, viendo que me pasaría el resto de la noche allí, no se me ocurrió otra cosa que darle patadas y puñetazos a la puerta, pero viendo que no iba a conseguir nada, ya que nadie acudía en mi ayuda y me estaba destrozando mis pies descalzos y mis pobres manos, cogí una maceta y la estrellé en la bóveda de cristal que había cubriendo la escalera, lo que originó un estruendo espantoso haciendo añicos los cristales y terminó estrellándose la maceta por la escalera, dejando trozos de barro, tierra y una pobre planta destrozada.
No tardaron ni cinco minutos en abrir la puerta y recuerdo que había varias monjas. Fue Sor Natalia la que me cogió en brazos, acurrucándome y consolándome, porque yo estaba temblando de frío y de miedo y lloraba sin parar. Recuerdo que cuando me calmé me llevo a mi cama y me acostó maternalmente y hasta que vio que me quedaba dormida, no se fue de mi lado. Era una monja muy buena y ha sido una de las dos monjas que yo más he querido en toda mi vida.
Al día siguiente después del desayuno, ocurrió algo que no he podido olvidar. Me llamaron al despacho de la superiora (no recuerdo como se llamaba) pero era una señora que imponía a todo el mundo; ante mi asombro, en el despacho estaban Sor Natalia y Sor Camila. Yo creí que la Superiora me amonestaría por algo que habría hecho, pero no tenía ni idea qué podría ser. Me pidió que le contase lo que había pasado la noche anterior y le dije la verdad. Luego a Sor Camila, que estaba asustada, le dijo que lo contara ella también. Nos escuchó a las dos y luego, muy pausadamente, obligó a Sor Camila a pedirme perdón, cosa que hizo ante mi desconcierto, pero también para mi satisfacción.
Desde ese día Sor Camila ya no se ocupó de las niñas, se dedicó creo que a la huerta y a las gallinas, no puedo recordarlo, pero yo empecé a respirar tranquila desde entonces. Desde luego a mí no volvió a molestarme más y ni siquiera volvió a acercarse. Nunca supe el castigo que recibiría, pero debió ser fuerte ya que la apartaron no solamente de mí si no de todas las niñas internas.
Sor Emilia era muy graciosa. Nos daba clase de dibujo y de labores imponiendo silencio absoluto y cuando oía algún susurro siempre decía ¡hay dos que están hablando!, levantando la vista por encima de sus gafas y de cuando en cuando empezaba una Jaculatoria que teníamos que rezar todas en coro. Recuerdo una que decía:
Del cielo bajó una nube, Toda vestida de azul, en ella baja María, y el Sagrado corazón de Jesús. Dios te salve María, Llena eres de Gracias... Y rezábamos el Ave María.
Sor Emilia era viejecita pero irradiaba ternura, a pesar de sus malas pulgas. Yo me llevaba bien con ella y un día le pregunté: "Sor Emilia, ¿por qué dice que hay dos que están hablando?" Y ella dijo: "¡Hija mía, una persona no puede hablar sola, tienen que ser dos!". Si ahora supiera las de veces que yo hablo sola, me techaría de chalada ó loca.
Gracias a Sor Emilia a mí me empezó a gustar la costura. Nos enseñó a hacer toda clases de vainicas, dobladillos, a sobrehilar, poner remiendos, zurcir los rotos, coser botones, también festones, a fruncir, a hacer bodoques y punto de cruz. Todo lo teníamos que hacer primorosamente; no admitía una mala puntada, no permitía unos nudos feos por el revés, cualquier equivocación la tenías que deshacer y pobre de ti si estropeabas la muestra. Recuerdo que nos inspeccionaba las manos antes de empezar; decía "¡las manos muy limpias!" Y nos obligaba a usar el dedal y decía "¡el dedal es fundamental!" Al principio me pareció un artilugio incomodísimo, se me caía del dedo cada dos por tres y ella me ponía un poquito de papel o un pequeño trapito alrededor del dedo, pero terminé acostumbrándome, y aunque me costó saber cómo se empujaba la aguja con el dedal, también terminé aprendiendo. Me gustaba mucho la clase de costura.
Recuerdo las misas diarias a primera hora, tenías el estómago vacío porque tenías que comulgar. El cura las decía en latín, como se decían antes, y las monjas y las niñas repetían algunas frases con él, en latín. Había una que terminaba en "Tu te mean" ó algo así y yo terminaba en un "Tú te measss" con las consiguientes risitas por lo bajito de todas las niñas y la indignación del cura y las monjas, luego me castigaban, claro. Las misas eran aburridísimas pero no había más remedio que oírlas.
Llevábamos un uniforme azul marino con cuello duro blanco y una moña grande azul con lunares blancos, zapatos negros, calcetines blancos y un espantoso baby celeste. El uniforme era bonito, la verdad, pero te pasabas el día con el baby.
Las niñas externas traían todos los días sus calcetines limpitos pero las internas no nos los podíamos cambiar más que los sábados que era cuando “tocaba” bañarse. ¡Qué asco!, tenías que aguantarte con la ropa interior toda la semana pasase lo que pasase y a diario solo lavarte por encima como podías y lo que podías, pero sin mostrar tu desnudez porque eso era “pecado”.
Los baños eran por turno. A nosotras nos tocaban los miércoles. Eran un numerito ya que tenías que meterte en la bañera con el camisón puesto y limpiarte todo el cuerpo con una manopla, metiéndola como podías debajo del camisón que como se empapaba era dificilísimo; se te enganchaba el dichoso camisón que además tenía manga larga. De ninguna manera te podías quitar el camisón, porque había una monja cotilla vigilando detrás de la puerta a ver lo que hacías. Ver nuestros cuerpos desnudos era un pecado gravísimo de los mortales y no se podía hacer, así que terminabas el baño pensando que más que quedarte limpia, habías remojado la suciedad de la semana sin poder deshacerte de ella como Dios manda. ¡Qué marranas, qué mal pensadas y qué retorcidas eran algunas monjas!
Menos mal que los sábados y los domingos nos íbamos al Faro con los abuelos y allí nos lavábamos bien la cabeza y nos escamondábamos en un delicioso baño de agua calentita. Cristina, nuestra tata, que siempre nos bañaba a diario y cuidaba nuestro pelo muchísimo, no se lo podía creer y mientras nos bañaba iba diciendo:
"¡Ay mis niñas, pobrecitas ellas, con lo preciosas que son!… ¡Ay esas brujas lo que están haciendo con mis niñas!... ¡Ay si su madre se enterara!… ¡menos mal que no lo sabe, con lo lejísimo que está!
Y al terminar nos ponía el mejor vestido que encontrara en el armario y nos dejaba a su gusto, como ella decía: "¡Bien guapas, bien repeinás, bien arreglás y como Dios manda!". Era un cielo de tata, la queríamos todos como si fuera nuestra segunda madre.
Pilar, en medio del curso escribió una carta a los abuelos de Sevilla contando todo lo que nos estaban haciendo las monjas y Cristina, disimuladamente, recogió la carta, ya que las monjas siempre pasaban por la censura nuestras cartas y en ellas no podíamos contar nada de estas cosas. Cristina la envió a Sevilla y mi abuelo escribió a Caracas a mis padres pidiendo una autorización para sacarnos del colegio y fue cuando nos llevaron a las tres a Sevilla. Estuvimos el resto del curso en Morón de la Frontera, en casa de tía Natica, en otro colegio, que no me acuerdo como se llamaba, pero sí recuerdo que comíamos allí, al medio día y nos daban “sobrealimentación” porque estábamos muy delgadas. El extra de comida para que engordáramos algo era una enorme rodaja de morcilla frita… que teníamos que comérnosla nos gustase ó no, y eso diariamente… ¡No se me puede olvidar!. Terminamos el curso allí, y luego nos fuimos con los abuelos a Cádiz a pasar el verano. Aquello lo recuerdo con delicia, aquella playa y ese Cádiz tan estupendo. El curso siguiente nos quedamos en Sevilla y nos metieron en el colegio del Sagrado Corazón.
¡Qué lío de colegios, qué lío de estudios y qué lío de todo!
En resumen: Las monjas, casi ninguna me gustaron nunca. Mis experiencias en los cinco colegios que estuve, cuatro de Monjas y El Instituto Murillo, en Sevilla antes de irnos a Venezuela, no fueron buenas, sobre todo en el internado, y ya desde pequeña me prometí a mí misma que si alguna vez me casaba y tenía hijos, NUNCA IRÍAN INTERNOS. Y lo he cumplido. ¡Vaya si lo he cumplido!
P.D. Para no herir susceptibilidades, ya que muchas niñas de Larache también fueron a ese Colegio, he cambiado el nombre de la susodicha monjita de las narices. A mí me fue fatal con ella, pero puede que a otras no. Yo lo cuento así, porque en realidad fue lo que a mí me pasó.
Adela Montoya Morón.
Cuando estuvimos internas un curso Pilar, Natalia y yo en el Colegio de las Concepcionistas de Larache, tenía 10 años. Fue cuando papá se marchó a Venezuela. Mamá unos meses después se fue con él llevándose a Trini que era muy pequeñita. Pepe estuvo en el colegio de los Maristas, medio pensionista y los demás en el Faro, con los abuelos paternos.

Las monjas eran un poco “especiales”; algunas mejores que otras, pero la mayoría eran muy difíciles. Se salvaba Sor Natalia que además de guapa y buena era amiga de mis padres y procuraba protegernos siempre que podía. Desde que mis padres se fueron a Venezuela, nosotros, los 8 hermanos, les echábamos mucho de menos, había días que llorábamos de tristeza, y era Sor Natalia la que siempre nos consolaba a nosotras tres ya que también echábamos de menos no vivir en nuestra casa con todos.
Nos tranquilizaba y nos razonaba cuando le preguntábamos, ¿por qué se han tenido que ir tan lejos? Ella era la monja perfecta, nunca la podré olvidar. Siempre tenía la palabra justa, la mejor de las sonrisas maternales para nosotras, y sólo con eso, que era mucho, nos quedábamos tranquilas. Era una buena monja para mí y una gran mujer.
Pero estaba Sor Camila, una monja antipática, odiosa y mandona y yo creo que frustrada y reprimida porque le gustaba el flamenco. Era de mediana edad y debía estar muy amargada. La tenía tomada conmigo y me obligaba a bailar las Sevillanas a cualquier hora que tuviera libre.
Lo tuve que hacer muchas veces al principio hasta que un día le dije que no, era la hora del recreo y yo lo que quería era jugar, ¡nada más lógico! Pero ella creyó que me podría obligar y viendo que a mí no me daba la gana de obedecerle me cogió auténtica manía. Como yo no daba mi brazo a torcer me tenía que tragar sus castigos que eran bastantes crueles, como dejarme en un rincón sentada sin jugar durante el recreo o encerrarme en una especie de despensa sin luz, cosa que me horrorizaba y que me creó un auténtico trauma de miedo a estar encerrada y a la oscuridad. La tal Sor Camila era un bicho y llegué a odiarla con todas mis fuerzas.
Mi hermana Nata también tiene recuerdos de ese colegio. Había dos niñas de su edad
que eran hermanas, Finita y Soledad del Barco y eran muy guapas. Una de ellas, creo que Soledad por la edad que tenía, tonteaba con algún niño del Colegio de Los Maristas, que estaba justo enfrente. Ella tenía un pelo muy bonito, se lo cuidaba mucho y dormía con rulos; la muy estúpida de Sor Camila, según cree mi hermana que pudo ser ella, terminó cortándole el pelo bien corto, para fastidiarla ¡Hace falta ser mala, envidiosa y cruel para hacer eso!
Yo era de las internas más pequeñas y todas dormíamos en un dormitorio enorme y alargado, con las camas separadas con unas cortinas. Un día en que yo estaba sumida en mi más profundo sueño, por lo visto, algunas de las mayores estaban armando jaleo. Sor Camila había entrado un par de veces amenazando y había dicho que a las que se movieran o emitieran el más mínimo sonido las sacaría de la cama y dormirían en la escalera y ante tal amenaza, sabiendo que la malvada monja no se andaría con chiquitas, se hizo un silencio sepulcral al instante.
Yo no me había enterado de nada durmiendo tan profundamente, pero al rato me desperté con ganas de ir al baño. La mala monja me vio y me cogió por los pelos ante mi asombro y mi desconcierto, porque no sabía de qué iba la película, y diciéndome ¡tenías que ser tú, ahora verás! Me arrastró por la escalera hasta la azotea, me echó fuera de un empujón y atrancó la puerta por dentro, dejándome allí sola, horrorizada, gritando y llorando a media noche.
En mi propia defensa, viendo que me pasaría el resto de la noche allí, no se me ocurrió otra cosa que darle patadas y puñetazos a la puerta, pero viendo que no iba a conseguir nada, ya que nadie acudía en mi ayuda y me estaba destrozando mis pies descalzos y mis pobres manos, cogí una maceta y la estrellé en la bóveda de cristal que había cubriendo la escalera, lo que originó un estruendo espantoso haciendo añicos los cristales y terminó estrellándose la maceta por la escalera, dejando trozos de barro, tierra y una pobre planta destrozada.
No tardaron ni cinco minutos en abrir la puerta y recuerdo que había varias monjas. Fue Sor Natalia la que me cogió en brazos, acurrucándome y consolándome, porque yo estaba temblando de frío y de miedo y lloraba sin parar. Recuerdo que cuando me calmé me llevo a mi cama y me acostó maternalmente y hasta que vio que me quedaba dormida, no se fue de mi lado. Era una monja muy buena y ha sido una de las dos monjas que yo más he querido en toda mi vida.
Al día siguiente después del desayuno, ocurrió algo que no he podido olvidar. Me llamaron al despacho de la superiora (no recuerdo como se llamaba) pero era una señora que imponía a todo el mundo; ante mi asombro, en el despacho estaban Sor Natalia y Sor Camila. Yo creí que la Superiora me amonestaría por algo que habría hecho, pero no tenía ni idea qué podría ser. Me pidió que le contase lo que había pasado la noche anterior y le dije la verdad. Luego a Sor Camila, que estaba asustada, le dijo que lo contara ella también. Nos escuchó a las dos y luego, muy pausadamente, obligó a Sor Camila a pedirme perdón, cosa que hizo ante mi desconcierto, pero también para mi satisfacción.
Desde ese día Sor Camila ya no se ocupó de las niñas, se dedicó creo que a la huerta y a las gallinas, no puedo recordarlo, pero yo empecé a respirar tranquila desde entonces. Desde luego a mí no volvió a molestarme más y ni siquiera volvió a acercarse. Nunca supe el castigo que recibiría, pero debió ser fuerte ya que la apartaron no solamente de mí si no de todas las niñas internas.
Sor Emilia era muy graciosa. Nos daba clase de dibujo y de labores imponiendo silencio absoluto y cuando oía algún susurro siempre decía ¡hay dos que están hablando!, levantando la vista por encima de sus gafas y de cuando en cuando empezaba una Jaculatoria que teníamos que rezar todas en coro. Recuerdo una que decía:
Del cielo bajó una nube, Toda vestida de azul, en ella baja María, y el Sagrado corazón de Jesús. Dios te salve María, Llena eres de Gracias... Y rezábamos el Ave María.
Sor Emilia era viejecita pero irradiaba ternura, a pesar de sus malas pulgas. Yo me llevaba bien con ella y un día le pregunté: "Sor Emilia, ¿por qué dice que hay dos que están hablando?" Y ella dijo: "¡Hija mía, una persona no puede hablar sola, tienen que ser dos!". Si ahora supiera las de veces que yo hablo sola, me techaría de chalada ó loca.
Gracias a Sor Emilia a mí me empezó a gustar la costura. Nos enseñó a hacer toda clases de vainicas, dobladillos, a sobrehilar, poner remiendos, zurcir los rotos, coser botones, también festones, a fruncir, a hacer bodoques y punto de cruz. Todo lo teníamos que hacer primorosamente; no admitía una mala puntada, no permitía unos nudos feos por el revés, cualquier equivocación la tenías que deshacer y pobre de ti si estropeabas la muestra. Recuerdo que nos inspeccionaba las manos antes de empezar; decía "¡las manos muy limpias!" Y nos obligaba a usar el dedal y decía "¡el dedal es fundamental!" Al principio me pareció un artilugio incomodísimo, se me caía del dedo cada dos por tres y ella me ponía un poquito de papel o un pequeño trapito alrededor del dedo, pero terminé acostumbrándome, y aunque me costó saber cómo se empujaba la aguja con el dedal, también terminé aprendiendo. Me gustaba mucho la clase de costura.
Recuerdo las misas diarias a primera hora, tenías el estómago vacío porque tenías que comulgar. El cura las decía en latín, como se decían antes, y las monjas y las niñas repetían algunas frases con él, en latín. Había una que terminaba en "Tu te mean" ó algo así y yo terminaba en un "Tú te measss" con las consiguientes risitas por lo bajito de todas las niñas y la indignación del cura y las monjas, luego me castigaban, claro. Las misas eran aburridísimas pero no había más remedio que oírlas.
Llevábamos un uniforme azul marino con cuello duro blanco y una moña grande azul con lunares blancos, zapatos negros, calcetines blancos y un espantoso baby celeste. El uniforme era bonito, la verdad, pero te pasabas el día con el baby.
Las niñas externas traían todos los días sus calcetines limpitos pero las internas no nos los podíamos cambiar más que los sábados que era cuando “tocaba” bañarse. ¡Qué asco!, tenías que aguantarte con la ropa interior toda la semana pasase lo que pasase y a diario solo lavarte por encima como podías y lo que podías, pero sin mostrar tu desnudez porque eso era “pecado”.
Los baños eran por turno. A nosotras nos tocaban los miércoles. Eran un numerito ya que tenías que meterte en la bañera con el camisón puesto y limpiarte todo el cuerpo con una manopla, metiéndola como podías debajo del camisón que como se empapaba era dificilísimo; se te enganchaba el dichoso camisón que además tenía manga larga. De ninguna manera te podías quitar el camisón, porque había una monja cotilla vigilando detrás de la puerta a ver lo que hacías. Ver nuestros cuerpos desnudos era un pecado gravísimo de los mortales y no se podía hacer, así que terminabas el baño pensando que más que quedarte limpia, habías remojado la suciedad de la semana sin poder deshacerte de ella como Dios manda. ¡Qué marranas, qué mal pensadas y qué retorcidas eran algunas monjas!
Menos mal que los sábados y los domingos nos íbamos al Faro con los abuelos y allí nos lavábamos bien la cabeza y nos escamondábamos en un delicioso baño de agua calentita. Cristina, nuestra tata, que siempre nos bañaba a diario y cuidaba nuestro pelo muchísimo, no se lo podía creer y mientras nos bañaba iba diciendo:
"¡Ay mis niñas, pobrecitas ellas, con lo preciosas que son!… ¡Ay esas brujas lo que están haciendo con mis niñas!... ¡Ay si su madre se enterara!… ¡menos mal que no lo sabe, con lo lejísimo que está!
Y al terminar nos ponía el mejor vestido que encontrara en el armario y nos dejaba a su gusto, como ella decía: "¡Bien guapas, bien repeinás, bien arreglás y como Dios manda!". Era un cielo de tata, la queríamos todos como si fuera nuestra segunda madre.
Pilar, en medio del curso escribió una carta a los abuelos de Sevilla contando todo lo que nos estaban haciendo las monjas y Cristina, disimuladamente, recogió la carta, ya que las monjas siempre pasaban por la censura nuestras cartas y en ellas no podíamos contar nada de estas cosas. Cristina la envió a Sevilla y mi abuelo escribió a Caracas a mis padres pidiendo una autorización para sacarnos del colegio y fue cuando nos llevaron a las tres a Sevilla. Estuvimos el resto del curso en Morón de la Frontera, en casa de tía Natica, en otro colegio, que no me acuerdo como se llamaba, pero sí recuerdo que comíamos allí, al medio día y nos daban “sobrealimentación” porque estábamos muy delgadas. El extra de comida para que engordáramos algo era una enorme rodaja de morcilla frita… que teníamos que comérnosla nos gustase ó no, y eso diariamente… ¡No se me puede olvidar!. Terminamos el curso allí, y luego nos fuimos con los abuelos a Cádiz a pasar el verano. Aquello lo recuerdo con delicia, aquella playa y ese Cádiz tan estupendo. El curso siguiente nos quedamos en Sevilla y nos metieron en el colegio del Sagrado Corazón.
¡Qué lío de colegios, qué lío de estudios y qué lío de todo!
En resumen: Las monjas, casi ninguna me gustaron nunca. Mis experiencias en los cinco colegios que estuve, cuatro de Monjas y El Instituto Murillo, en Sevilla antes de irnos a Venezuela, no fueron buenas, sobre todo en el internado, y ya desde pequeña me prometí a mí misma que si alguna vez me casaba y tenía hijos, NUNCA IRÍAN INTERNOS. Y lo he cumplido. ¡Vaya si lo he cumplido!
P.D. Para no herir susceptibilidades, ya que muchas niñas de Larache también fueron a ese Colegio, he cambiado el nombre de la susodicha monjita de las narices. A mí me fue fatal con ella, pero puede que a otras no. Yo lo cuento así, porque en realidad fue lo que a mí me pasó.
Adela Montoya Morón.
jueves, 11 de febrero de 2010
Caseta "El Poste" en la Feria de Sevilla
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Feria de Sevilla, 1.980.
En la Feria de Sevilla mis tíos José Luis y Pilar Romero tenían una caseta en el Real de la Feria. La caseta se llamaba “El poste” y se llamaba así porque un año la parcela que les concedió el Ayuntamiento tenía un poste eléctrico justo delante de la puerta.
Hubo más de un socio que protestó, pero otros como mi tío, se lo tomaron a guasa y lo aceptaron de buenísima manera. La caseta era de las más animadas, divertidas y simpáticas de toda la Feria y por eso era famosa en toda Sevilla. Tan famosa se hizo por su nombre como por sus socios, que cuando otro año la parcela que le adjudicaron ya no tenía el poste eléctrico, los socios “sembraban” un poste de mentirijillas delante de la puerta. Era su identificación.

En la foto estoy yo con mi hijo Ricardo y mi madre a la derecha.
¡Dios mío, que tiempos… cuantas sevillanas habré bailado en esa bendita caseta!
En ese glorioso año que fueron a la feria mis hermanas Pilar y Chipu con sus maridos Luis y Juan Carlos y también mi hermano Luis, lo pasamos maravillosamente bien. Fue muy divertido.
Después de estar la mañana de un lado para otro entramos en “El Poste”. Hacía un calor de lo más importante. Llegamos sedientos y cansados a punto de reventarnos y algunos de nosotros al entrar pedimos un vaso de agua. Tío José Luis, que era muy guasón, después de darnos unos abrazos a todos, se nos queda mirando. Parecía que no nos hubiera entendido u oído porque puso una expresión interrogante y cara de extrañado incluso con los ojos muy abiertos, como escandalizado.
Se vuelve a los camareros de detrás del mostrador y con cara de asombro les dice:
- ¡Oyeee, niño!… ¡Éstos señores piden agua! ¿Tenemos agua? ¿Verdad que no tenemos?
Y los camareros tan guasones como mi tío, dejando de hacer lo que estaban haciendo, miran a mi tío, se miran entre ellos y muy sorprendidos y muy serios, dicen:
- ¿Agua? ¿Quieren agua? ¿Habéis oído bien? ¡A ver si es que yo no he oído bien!
- Pues sí -dijo otro- Nosotros hemos oído eso. ¡Dicen que quieren agua!
Y con toda la guasa del mundo, pero muy serios replicaron:
- Aquí no hay agua, el agua es para fregar. ¡Aquí se bebe vino, nada de agua, el agua es mala para la salud!
Mi cuñado Juan Carlos el marido de Chipu, un asturiano que aguanta mal el calor y es un adicto al agua, empezó a angustiarse, aún a sabiendas que estaban hablando de broma, y puso cara de cirvunstancias Salieron los camareros de detrás del mostrador, cada uno con un gran vaso de agua y al acercarse a nosotros, con las mismas caras serias, dijeron
- No, esta agua es para el tablao, para que no levante polvo con el bailoteo…
Y sin más fueron rociando la madera de la tarima, dejándonos asombradísimos a todos nosotros.
En pobre de Juan Carlos “casi” se echa a llorar, por lo que los camareros compadeciéndose le dieron un gran vaso de agua que él bebió con avidez y algunos vasos más para los demás sedientos. Al final nos la dieron, aunque a más de uno les costó pasar un mal ratito.
De entre los socios había dos amigos de mi tío, que eran un “número”. Bailaban los dos sus “Típicas sevillanas.” Las llamaban las estáticas, las diplomáticas y las corraleras y si tenías la suerte de vérselas bailar podías garantizarte el espectáculo más gracioso que hubiera en toda la Feria. Era asombroso y divertido y te reías una barbaridad. Solo recuerdo a uno de ellos, se llamaba Antonio Garmendia, muy conocido en toda España, el nombre del otro no lo puedo recordar.
Estáticas: Se ponían los dos muy serios uno en frente del otro, mirándose fijamente y bailaban al compás de la música, pero tan estáticamente que apenas se movían, sin un solo gesto en la cara, y como todos los conocíamos y sabíamos lo guasones que eran, nos daba mucha risa verlos tan serios. Pero eso sí, no perdían el compas de la música y en realidad las estaban bailando, pero muy serios de movimientos y sin ningún gesto. En los pases daban unas zancadas para pasar de una vez y como además los dos eran altísimos, el efecto era el de un salto y al cambiarse de sitio lo hacían a tal velocidad, que apenas te dabas cuenta. ¡Que gracia!
Diplomáticas: eran también muy serias, ellos bailaban con mucha diplomacia, como pidiéndose permiso en los pases y diciéndose:
- Pase, por favor.
- No, por favor usted primero.
- No por Dios, usted, pase usted.
- ¡Oh! No señor… Usted, ¡no faltaba más!
Y terminaban pasando pero tardaban un rato, con lo que la música se quedaba desvasada y pedían con mucha educación y corrección que la volvieran a poner. La sevillana, tardarían en bailarla… ¡Yo que sé cuanto rato! Mientras tanto todos nos partíamos de risa y menos mal que solo bailaban una de las 4 sevillanas…
Y las corraleras eran… pues eso, corraleras. Se ponían para empezar en jarras, con caras de mutua crítica y empezaban a decirse cosas como:
- ¡Oyeee, haber lo que haces, que ayer me distes un pisotón en el cayooo!
- ¿Yooo? ¡Anda, mira ésta! ¿Y tuuuu? ¡So cabrona, que me hiciste… que me distes un empujón que casi me matooo! ¡Digooo!.
Y luego que empezaba la sevillana, aquello ya era para estar sentada porque de la risa que te entraba, te caías al suelo. Se insultaban por lo bajito en los pases, se chocaban al dar las vueltas, se empujaban, se tiraban de los pelos, se amenazaban con el dedo, como diciendo "¡Venga, atrévete, que te tengo ganas!" Se amenazaban con darse una guantá, que más de una se les escapaba y entonces… se liaban a insultos mucho mas fuertes:
- ¡Anda, como te va a querer tu maríooo, con lo malaje que eres, mi armaaaa!
- ¡Mi maríooo!, ¡Cucha, ni se te ocurra nombrarme a mi maríooo, que me quiere mucho! ¡El tuyo no te quiere a ti! ¿Sabes, so mierda? ¡Porque me quiere a mí! ¡A mí, que te enteres, a mí y a nadie más!
- ¿A tiii? ¡Ni verte! ¡A ver si te enteras de una vez, so inútil que eso es lo que eres! Todo el día en la peluquería para estar guapa, ¿pero si por mucho que hagas eres más fea que piciooo, so cretinaaa? ¡Con esos cuatro pelos de rata que tienes!
- ¿Yo pelos de rataaa? ¿Yooo? ¡Por lo menos los tengo arregladitos! ¡Y limpitos! No como tú, ¡piojosaaa! ¡Qué sé yo muy bien, que te tiene que espurgar tu madreee, so guarraaa! ¡Lagartonaaa, eso es lo que eres tú, una lagartona de mucho cuidado!
Terminaban hasta en el suelo y había que verlos a los dos, porque como nosotros estábamos muertos de risa, ellos mismos terminaban riéndose como locos. ¡Que risa Dios mío! ¡Hay que ver qué par de dos!
Esa feria fue sonada, porque además Ricardo alquiló un coche de caballos, para toda la Feria. El cochero era graciosísimo, de Málaga. Nos recogía en la puerta de casa, nos montábamos todos como podíamos porque eran 6 plazas muy justitas y nosotras íbamos vestidas de flamenca. Ricardo que era el más grande se sentaba en el pescante con el cochero y nosotros 6 dentro del coche.
El cochero nos iba contando cosas con muchísima gracia, porque el malagueño que tiene gracia, la tiene por arrobas. Se llamaba “Alegría” y era alegre como él solo. Nos llevaba a los toros, a la Feria, quedábamos a algún sitio más o menos a determinada hora de la madrugadita y nos llevaba otra vez a nuestra casa.
Eso resultó una mijita caro pero mereció la pena, porque en la Feria de Sevilla no hay quién aparque el coche y te desesperas por encontrar un taxi. Te puedes pasar horas esperando la llegada de uno y que no llega ni a tiros y después de días metidos en juerga ya no sabes donde tienes los pies ni la cabeza. Se te ha perdido todo. Si te descuidas, hasta tu nombre, porque ya no sabes ni quién eres.
Es estupenda y la disfrutas como nada, pero… ¡Menos mal que sólo es una semana al año!
Lo último de ese año en la Feria fue que el cochero, Alegría, se perdió. No aparecía por ningún sitio, se le estuvo buscando por todos lados y nada. Nos quedamos el último día sin cochero y sin coche. Ricardo supuso lo que le habría pasado, aseguró que se habría cogido una borrachera de las malas y acertó de pleno cuando el tío apareció al día siguiente con la cara verde y la nariz colorada y mollatosa como un tomate y diciéndole
- Ojú, Don Ricardo… ¡Qué malito estoy! ¡Ojú, qué cosita mas mala! Ojú, ojú…¡Ay, Don Ricardo, esto me mata!
Ricardo le dijo que había que saber beber. ¡Alegría, hijo, si es que eres un animal!. Anda, vete a dormir la mona. Le pagó y Alegría, bastante menos alegre que el primer día, se fue, supongo que para dormir y dormir hasta que se le pasase la tremenda borrachera que cogió.
Esa fue la última Feria que vivimos en Sevilla toda la familia ya que nos trasladamos a vivir a Madrid ese final de año.
Madrid, fue otra cosa, pero nosotros no cambiamos mucho, solo el “decorado”. Al año siguiente, sintiendo nostalgia de nuestra tierra y de nuestra Feria, en mi casa organizamos una “Feria a mi estilo”. Pero esa es otra historia.
Adela Montoya Morón.
Feria de Sevilla, 1.980.
En la Feria de Sevilla mis tíos José Luis y Pilar Romero tenían una caseta en el Real de la Feria. La caseta se llamaba “El poste” y se llamaba así porque un año la parcela que les concedió el Ayuntamiento tenía un poste eléctrico justo delante de la puerta.
Hubo más de un socio que protestó, pero otros como mi tío, se lo tomaron a guasa y lo aceptaron de buenísima manera. La caseta era de las más animadas, divertidas y simpáticas de toda la Feria y por eso era famosa en toda Sevilla. Tan famosa se hizo por su nombre como por sus socios, que cuando otro año la parcela que le adjudicaron ya no tenía el poste eléctrico, los socios “sembraban” un poste de mentirijillas delante de la puerta. Era su identificación.

En la foto estoy yo con mi hijo Ricardo y mi madre a la derecha.
¡Dios mío, que tiempos… cuantas sevillanas habré bailado en esa bendita caseta!
En ese glorioso año que fueron a la feria mis hermanas Pilar y Chipu con sus maridos Luis y Juan Carlos y también mi hermano Luis, lo pasamos maravillosamente bien. Fue muy divertido.
Después de estar la mañana de un lado para otro entramos en “El Poste”. Hacía un calor de lo más importante. Llegamos sedientos y cansados a punto de reventarnos y algunos de nosotros al entrar pedimos un vaso de agua. Tío José Luis, que era muy guasón, después de darnos unos abrazos a todos, se nos queda mirando. Parecía que no nos hubiera entendido u oído porque puso una expresión interrogante y cara de extrañado incluso con los ojos muy abiertos, como escandalizado.
Se vuelve a los camareros de detrás del mostrador y con cara de asombro les dice:
- ¡Oyeee, niño!… ¡Éstos señores piden agua! ¿Tenemos agua? ¿Verdad que no tenemos?
Y los camareros tan guasones como mi tío, dejando de hacer lo que estaban haciendo, miran a mi tío, se miran entre ellos y muy sorprendidos y muy serios, dicen:
- ¿Agua? ¿Quieren agua? ¿Habéis oído bien? ¡A ver si es que yo no he oído bien!
- Pues sí -dijo otro- Nosotros hemos oído eso. ¡Dicen que quieren agua!
Y con toda la guasa del mundo, pero muy serios replicaron:
- Aquí no hay agua, el agua es para fregar. ¡Aquí se bebe vino, nada de agua, el agua es mala para la salud!
Mi cuñado Juan Carlos el marido de Chipu, un asturiano que aguanta mal el calor y es un adicto al agua, empezó a angustiarse, aún a sabiendas que estaban hablando de broma, y puso cara de cirvunstancias Salieron los camareros de detrás del mostrador, cada uno con un gran vaso de agua y al acercarse a nosotros, con las mismas caras serias, dijeron
- No, esta agua es para el tablao, para que no levante polvo con el bailoteo…
Y sin más fueron rociando la madera de la tarima, dejándonos asombradísimos a todos nosotros.
En pobre de Juan Carlos “casi” se echa a llorar, por lo que los camareros compadeciéndose le dieron un gran vaso de agua que él bebió con avidez y algunos vasos más para los demás sedientos. Al final nos la dieron, aunque a más de uno les costó pasar un mal ratito.
De entre los socios había dos amigos de mi tío, que eran un “número”. Bailaban los dos sus “Típicas sevillanas.” Las llamaban las estáticas, las diplomáticas y las corraleras y si tenías la suerte de vérselas bailar podías garantizarte el espectáculo más gracioso que hubiera en toda la Feria. Era asombroso y divertido y te reías una barbaridad. Solo recuerdo a uno de ellos, se llamaba Antonio Garmendia, muy conocido en toda España, el nombre del otro no lo puedo recordar.
Estáticas: Se ponían los dos muy serios uno en frente del otro, mirándose fijamente y bailaban al compás de la música, pero tan estáticamente que apenas se movían, sin un solo gesto en la cara, y como todos los conocíamos y sabíamos lo guasones que eran, nos daba mucha risa verlos tan serios. Pero eso sí, no perdían el compas de la música y en realidad las estaban bailando, pero muy serios de movimientos y sin ningún gesto. En los pases daban unas zancadas para pasar de una vez y como además los dos eran altísimos, el efecto era el de un salto y al cambiarse de sitio lo hacían a tal velocidad, que apenas te dabas cuenta. ¡Que gracia!
Diplomáticas: eran también muy serias, ellos bailaban con mucha diplomacia, como pidiéndose permiso en los pases y diciéndose:
- Pase, por favor.
- No, por favor usted primero.
- No por Dios, usted, pase usted.
- ¡Oh! No señor… Usted, ¡no faltaba más!
Y terminaban pasando pero tardaban un rato, con lo que la música se quedaba desvasada y pedían con mucha educación y corrección que la volvieran a poner. La sevillana, tardarían en bailarla… ¡Yo que sé cuanto rato! Mientras tanto todos nos partíamos de risa y menos mal que solo bailaban una de las 4 sevillanas…
Y las corraleras eran… pues eso, corraleras. Se ponían para empezar en jarras, con caras de mutua crítica y empezaban a decirse cosas como:
- ¡Oyeee, haber lo que haces, que ayer me distes un pisotón en el cayooo!
- ¿Yooo? ¡Anda, mira ésta! ¿Y tuuuu? ¡So cabrona, que me hiciste… que me distes un empujón que casi me matooo! ¡Digooo!.
Y luego que empezaba la sevillana, aquello ya era para estar sentada porque de la risa que te entraba, te caías al suelo. Se insultaban por lo bajito en los pases, se chocaban al dar las vueltas, se empujaban, se tiraban de los pelos, se amenazaban con el dedo, como diciendo "¡Venga, atrévete, que te tengo ganas!" Se amenazaban con darse una guantá, que más de una se les escapaba y entonces… se liaban a insultos mucho mas fuertes:
- ¡Anda, como te va a querer tu maríooo, con lo malaje que eres, mi armaaaa!
- ¡Mi maríooo!, ¡Cucha, ni se te ocurra nombrarme a mi maríooo, que me quiere mucho! ¡El tuyo no te quiere a ti! ¿Sabes, so mierda? ¡Porque me quiere a mí! ¡A mí, que te enteres, a mí y a nadie más!
- ¿A tiii? ¡Ni verte! ¡A ver si te enteras de una vez, so inútil que eso es lo que eres! Todo el día en la peluquería para estar guapa, ¿pero si por mucho que hagas eres más fea que piciooo, so cretinaaa? ¡Con esos cuatro pelos de rata que tienes!
- ¿Yo pelos de rataaa? ¿Yooo? ¡Por lo menos los tengo arregladitos! ¡Y limpitos! No como tú, ¡piojosaaa! ¡Qué sé yo muy bien, que te tiene que espurgar tu madreee, so guarraaa! ¡Lagartonaaa, eso es lo que eres tú, una lagartona de mucho cuidado!
Terminaban hasta en el suelo y había que verlos a los dos, porque como nosotros estábamos muertos de risa, ellos mismos terminaban riéndose como locos. ¡Que risa Dios mío! ¡Hay que ver qué par de dos!
Esa feria fue sonada, porque además Ricardo alquiló un coche de caballos, para toda la Feria. El cochero era graciosísimo, de Málaga. Nos recogía en la puerta de casa, nos montábamos todos como podíamos porque eran 6 plazas muy justitas y nosotras íbamos vestidas de flamenca. Ricardo que era el más grande se sentaba en el pescante con el cochero y nosotros 6 dentro del coche.
El cochero nos iba contando cosas con muchísima gracia, porque el malagueño que tiene gracia, la tiene por arrobas. Se llamaba “Alegría” y era alegre como él solo. Nos llevaba a los toros, a la Feria, quedábamos a algún sitio más o menos a determinada hora de la madrugadita y nos llevaba otra vez a nuestra casa.
Eso resultó una mijita caro pero mereció la pena, porque en la Feria de Sevilla no hay quién aparque el coche y te desesperas por encontrar un taxi. Te puedes pasar horas esperando la llegada de uno y que no llega ni a tiros y después de días metidos en juerga ya no sabes donde tienes los pies ni la cabeza. Se te ha perdido todo. Si te descuidas, hasta tu nombre, porque ya no sabes ni quién eres.
Es estupenda y la disfrutas como nada, pero… ¡Menos mal que sólo es una semana al año!
Lo último de ese año en la Feria fue que el cochero, Alegría, se perdió. No aparecía por ningún sitio, se le estuvo buscando por todos lados y nada. Nos quedamos el último día sin cochero y sin coche. Ricardo supuso lo que le habría pasado, aseguró que se habría cogido una borrachera de las malas y acertó de pleno cuando el tío apareció al día siguiente con la cara verde y la nariz colorada y mollatosa como un tomate y diciéndole
- Ojú, Don Ricardo… ¡Qué malito estoy! ¡Ojú, qué cosita mas mala! Ojú, ojú…¡Ay, Don Ricardo, esto me mata!
Ricardo le dijo que había que saber beber. ¡Alegría, hijo, si es que eres un animal!. Anda, vete a dormir la mona. Le pagó y Alegría, bastante menos alegre que el primer día, se fue, supongo que para dormir y dormir hasta que se le pasase la tremenda borrachera que cogió.
Esa fue la última Feria que vivimos en Sevilla toda la familia ya que nos trasladamos a vivir a Madrid ese final de año.
Madrid, fue otra cosa, pero nosotros no cambiamos mucho, solo el “decorado”. Al año siguiente, sintiendo nostalgia de nuestra tierra y de nuestra Feria, en mi casa organizamos una “Feria a mi estilo”. Pero esa es otra historia.
Adela Montoya Morón.
Tío Pepe, profesor de inglés
-
Mi tío Pepe, hermano de mi madre, era un oftalmólogo genial.
Una vez decidió darnos clases de inglés. El método consistía en que primero aprendiéramos vocabulario y nos preparaba unas tiras de papel donde escrito a máquina ponía de un lado las palabras en inglés y por el otro lado en español.
Lo mismo que Benacor el enfermero nos chantajeaba con céntimos, años más tarde lo hizo tío Pepe. Si aprendíamos de memoria una palabra nos daba 5 céntimos y si la olvidábamos le teníamos que dar a él 10.
Me pregunto si aquello fue un buen sistema. Debió serlo pues el inglés que aprendimos con tío Pepe, aunque sólo fuera vocabulario, nunca se nos olvidó.
¡No cabe duda que fue un buen sistema!
Yo era muy miedosa y un día me dice mi tío:
- Adelita, si bajas al despacho de papá teté y me traes una cuartilla y un sobre con su membrete, te doy una peseta, pero si no bajas, me la tienes que dar tú a mí.
¡De donde iba yo a sacar una peseta! Con un poco de canguelo, le dije:
- Vale tío Pepe pero está muy oscuro, ya es de noche… ¿Lo dejamos para mañana por la mañana?
- No, no, tiene que ser ahora, para que se te quiten de una vez tus absurdos miedos.
Así que obedecí, fui, recogí el sobre y la cuartilla y corriendo como una loca y tropezándome con todo, llegué al salón con el corazón en la boca y a punto de llorar de miedo que tenía y le dije:
- Toma tío Pepe pero ya no voy nunca más.
El pobre, que era un buenazo, al verme esa cara de angustia tan grande me dio 5 pesetas. ¡Nunca más bajé sola al despacho, ni mucho menos de noche!
Ese despacho era para mí como la casa de los horrores. Estaba amueblado con muebles muy antiguos y muy oscuros, era muy grande y todo estaba lleno de cosas raras. Tenía cráneos, esqueletos enteros y lo que más me impresionaba era un enorme y colorido ojo que había encima de su mesa, del que se separaban las piezas para ver cómo era el ojo entero e incluso se podía ver cómo era la cabeza en su interior seguramente para poder explicar a sus pacientes lo que tendrían mal en sus ojos. ¡Uf!, que asco y que miedo me daba.
¡Ni por 5 pesetas ni por 5.000!
Años más tarde bajé más de una vez, desde luego que si, muchas veces. Pero no me daba ningún miedo. Me daba risa acordándome de todo aquello.
Adela Montoya Morón.
Mi tío Pepe, hermano de mi madre, era un oftalmólogo genial.
Una vez decidió darnos clases de inglés. El método consistía en que primero aprendiéramos vocabulario y nos preparaba unas tiras de papel donde escrito a máquina ponía de un lado las palabras en inglés y por el otro lado en español.
Lo mismo que Benacor el enfermero nos chantajeaba con céntimos, años más tarde lo hizo tío Pepe. Si aprendíamos de memoria una palabra nos daba 5 céntimos y si la olvidábamos le teníamos que dar a él 10.
Me pregunto si aquello fue un buen sistema. Debió serlo pues el inglés que aprendimos con tío Pepe, aunque sólo fuera vocabulario, nunca se nos olvidó.
¡No cabe duda que fue un buen sistema!
Yo era muy miedosa y un día me dice mi tío:
- Adelita, si bajas al despacho de papá teté y me traes una cuartilla y un sobre con su membrete, te doy una peseta, pero si no bajas, me la tienes que dar tú a mí.
¡De donde iba yo a sacar una peseta! Con un poco de canguelo, le dije:
- Vale tío Pepe pero está muy oscuro, ya es de noche… ¿Lo dejamos para mañana por la mañana?
- No, no, tiene que ser ahora, para que se te quiten de una vez tus absurdos miedos.
Así que obedecí, fui, recogí el sobre y la cuartilla y corriendo como una loca y tropezándome con todo, llegué al salón con el corazón en la boca y a punto de llorar de miedo que tenía y le dije:
- Toma tío Pepe pero ya no voy nunca más.
El pobre, que era un buenazo, al verme esa cara de angustia tan grande me dio 5 pesetas. ¡Nunca más bajé sola al despacho, ni mucho menos de noche!
Ese despacho era para mí como la casa de los horrores. Estaba amueblado con muebles muy antiguos y muy oscuros, era muy grande y todo estaba lleno de cosas raras. Tenía cráneos, esqueletos enteros y lo que más me impresionaba era un enorme y colorido ojo que había encima de su mesa, del que se separaban las piezas para ver cómo era el ojo entero e incluso se podía ver cómo era la cabeza en su interior seguramente para poder explicar a sus pacientes lo que tendrían mal en sus ojos. ¡Uf!, que asco y que miedo me daba.
¡Ni por 5 pesetas ni por 5.000!
Años más tarde bajé más de una vez, desde luego que si, muchas veces. Pero no me daba ningún miedo. Me daba risa acordándome de todo aquello.
Adela Montoya Morón.
Chantajes con buen fin
-
En Larache, cuando éramos pequeños, una vez al año nos ponían una inyección de calcio todos los días durante dos semanas. Nos pinchaba Benacor, un enfermero musulmán, que era soldado de La Mehala y amigo de mi padre. Era espantosamente feo y además, el pobre tenía un ojo tuerto. La verdad es que nos daba mucho miedo, pero era un buenazo.
Llegaba a casa y en la cocina preparaba las inyecciones, hervía las agujas en la misma cajita con agua, y prendía un pequeño infernillo de alcohol. Nos poníamos todos en fila, por orden de edad, con medio culillo al aire esperando el temido pinchazo. ¡Había que vernos!
Como más de uno lloriqueaba nos tenía chantajeados. Benacor nos decía: Al que NO llore, le doy una perra chica, (eran 5 céntimos) pero el que llore… ¡me tiene que dar a mí una perra gorda! (10 céntimos). Naturalmente procurábamos no llorar, aunque alguno de los pequeños lloraba sin importarle en absoluto los céntimos, a los mayores sí nos importaba, pues con 5 ó 10 céntimos nos íbamos al Bakalito (una tienda de ultramarinos que había en el barrio de Las Navas donde vivíamos) y nos comprábamos una o dos chucherías.
Bien merecía la pena, ya que aguantándote el llanto y haciéndote la valiente, como el “banco” era mi padre, al cabo de dos semanas juntabas lo que nos parecía un capital en céntimos. Era un buen negocio y entre todos los que habíamos reunido ese capitalito, aparecíamos en el Bakalito felices por comprarnos varias chucherías.
Adela Montoya Morón.
En Larache, cuando éramos pequeños, una vez al año nos ponían una inyección de calcio todos los días durante dos semanas. Nos pinchaba Benacor, un enfermero musulmán, que era soldado de La Mehala y amigo de mi padre. Era espantosamente feo y además, el pobre tenía un ojo tuerto. La verdad es que nos daba mucho miedo, pero era un buenazo.
Llegaba a casa y en la cocina preparaba las inyecciones, hervía las agujas en la misma cajita con agua, y prendía un pequeño infernillo de alcohol. Nos poníamos todos en fila, por orden de edad, con medio culillo al aire esperando el temido pinchazo. ¡Había que vernos!
Como más de uno lloriqueaba nos tenía chantajeados. Benacor nos decía: Al que NO llore, le doy una perra chica, (eran 5 céntimos) pero el que llore… ¡me tiene que dar a mí una perra gorda! (10 céntimos). Naturalmente procurábamos no llorar, aunque alguno de los pequeños lloraba sin importarle en absoluto los céntimos, a los mayores sí nos importaba, pues con 5 ó 10 céntimos nos íbamos al Bakalito (una tienda de ultramarinos que había en el barrio de Las Navas donde vivíamos) y nos comprábamos una o dos chucherías.
Bien merecía la pena, ya que aguantándote el llanto y haciéndote la valiente, como el “banco” era mi padre, al cabo de dos semanas juntabas lo que nos parecía un capital en céntimos. Era un buen negocio y entre todos los que habíamos reunido ese capitalito, aparecíamos en el Bakalito felices por comprarnos varias chucherías.
Adela Montoya Morón.
Colegio de Las Concepcionistas
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En Caracas, a nuestra llegada después del verano, nos metieron en el Colegio de Las Concepcionistas. Íbamos las seis hermanas, aunque Trini era muy pequeña, tenía 4 años. Las monjas eran todas Catalanas y la mayoría antipatiquísimas.
Me ha contado Mari Carmen, yo no me acordaba, que a Trini la castigaron en una ocasión, encerrándola en un cuarto de baño y ella en vista de que no podía salir y no la sacaban de allí, se dedicó a romper entre sus miedos y su rabia todo lo que pudo, hasta el espejo.
Recuerdo que a Pilar, en clase de religión, estudiando el “Ave María” y su significado, al llegar a “bendito es el fruto de tu vientre”, la monja se lo saltó y ella lógicamente lo preguntó. La monja se horrorizó de la pregunta y la castigó. Probablemente o no supo responder con lógica o le dio vergüenza tener que dar una explicación de una manera natural. Pilar se tragó el castigo y se lo contó a mamá al llegar a casa. Mamá como siempre hacía, le dio toda la natural explicación, como es lógico, comentándonos después las de estupideces que tienen las monjas creyendo que ciertas cosas más valía no pensar en ellas porque eran “pecado”. ¡Hay que ver! No recuerdo ahora más cosas que les ocurrieran a mis hermanas, pero seguro que fueron varias.
A mí las monjas nunca me gustaron, la verdad. Hay dos que recuerdo con cariño, una la Madre Loreto, de mi primer colegio de Sevilla, y la otra Sor Natalia del colegio de Larache, pero las demás siempre me parecieron mujeres histéricas, retorcidas y muchas de ellas hasta malas personas, las veía como brujas disfrazadas. Mamá decía, “las monjas se casan con Dios, porque no hay dios que se case con ellas”.
Tenía que ir al colegio porque no tuve más remedio, pero nunca me gustó que me mangoneasen, me ordenasen y me castigasen, aunque en honor a la verdad, siempre fui muy rebelde. No ponía mucho “interés” en las asignaturas que no me gustaban pero sí en las que me gustaban. No me gustaban las matemáticas, pero es que no las entendía, las "mates" hay que entenderlas para comprenderlas, y si no me las sabían explicar bien y con paciencia no me entraban y no me gustaban. Si preguntaba más de una vez me tildaban de bruta o de borrica así que terminaba por no preguntar. Resultaba más cómodo para mí y me ahorraba tener que oír insultos.
Me hacía una “chuletas” estupendas, las escribía en la muñeca y en la palma de la mano izquierda, ¡era todo un arte! Y como los exámenes eran casi todos orales y escritos al mismo tiempo, salías a la pizarra, escribías lo que fuera con la mano derecha, y como lo hacías dando la espalda a la monja, podías bajar la vista disimuladamente, y “leías” la mano izquierda… ¡nunca me pillaron!
Me gustaba la Geografía, la Historia (aunque me liaba mucho con las fechas, igual que ahora) pero las que más me gustaban eran Anatomía y Biología.
Un día, en clase de Biología se me ocurrió preguntar a la monja:
- ¿Qué nació antes, el huevo o la gallina?
¡Oh! la que se armó. ¡Aquella pregunta era la del millón! La monja no me contestó y siguió con lo suyo, pero yo volví a la carga con toda intención, quería saber qué era capaz de contestarme la tonta de la monja y volví a preguntarle lo mismo. Ella no me respondió, se levantó y me sacó airadamente.
Me dijo: "¡Niña, eso no se pregunta!"
Le dije: "¿Y por qué no, no está usted aquí para enseñarnos? ¿Por qué no me puede explicar esto, es que no lo sabe explicar?"
No me contestó desde luego, se levantó y me sacó violentamente de la clase, diciéndome:
"¡Sal de aquí y no vuelvas mas a mi clase, no quiero volver a verte!"
Me castigó el resto de la mañana en un banco del pasillo y cuando por la tarde se lo conté a mamá, ella se reía y me contestó: "Hija, es una pregunta un poco complicada, pero debió contestarte que sería la gallina, que es lo más lógico, Dios creó a los animales y luego ellos se reprodujeron."
Mamá, como siempre, hacía “diana”.
Un día que nos dieron los boletines de notas, en el mío venía un “aprobado” con V, Y fue la gota que colmó el vaso; mamá, que era de armas tomar, se fue al despacho de la superiora y le dijo, dándole el boletín de mis notas: "Madre, ¿qué clase de enseñanza dan ustedes? ¡Aprendan primero a escribir bien antes de enseñar! ¡Las voy a denunciar al Ministro de Educación! ¡Saco a mis hijas de este colegio, porque aquí no van a aprender nada!
Y acto seguido nos recogió y nos llevó a casa. No sé si las denunciaría o no al Ministro, pero le metió un buen susto a la monja.
Lo único bueno que recuerdo de ese colegio fue la fiesta que dieron, donde todas nosotras, las 6 hermanas, fuimos vestidas de flamenca y pilar y yo bailamos sevillanas.
Tengo un CD del año 1.955 que ha podido hacer mi hermano Luis, reuniendo unas cuantas películas de las que hizo mi padre en aquella época y de la que hizo aquél día, y es encantador verla ahora después de tanto tiempo. Pilar con 16 años, yo con 15, y de ahí para abajo hasta Trini, con 4 años.
Realmente, me trae muchísimos recuerdos…
Adela Montoya Morón.
En Caracas, a nuestra llegada después del verano, nos metieron en el Colegio de Las Concepcionistas. Íbamos las seis hermanas, aunque Trini era muy pequeña, tenía 4 años. Las monjas eran todas Catalanas y la mayoría antipatiquísimas.
Me ha contado Mari Carmen, yo no me acordaba, que a Trini la castigaron en una ocasión, encerrándola en un cuarto de baño y ella en vista de que no podía salir y no la sacaban de allí, se dedicó a romper entre sus miedos y su rabia todo lo que pudo, hasta el espejo.
Recuerdo que a Pilar, en clase de religión, estudiando el “Ave María” y su significado, al llegar a “bendito es el fruto de tu vientre”, la monja se lo saltó y ella lógicamente lo preguntó. La monja se horrorizó de la pregunta y la castigó. Probablemente o no supo responder con lógica o le dio vergüenza tener que dar una explicación de una manera natural. Pilar se tragó el castigo y se lo contó a mamá al llegar a casa. Mamá como siempre hacía, le dio toda la natural explicación, como es lógico, comentándonos después las de estupideces que tienen las monjas creyendo que ciertas cosas más valía no pensar en ellas porque eran “pecado”. ¡Hay que ver! No recuerdo ahora más cosas que les ocurrieran a mis hermanas, pero seguro que fueron varias.
A mí las monjas nunca me gustaron, la verdad. Hay dos que recuerdo con cariño, una la Madre Loreto, de mi primer colegio de Sevilla, y la otra Sor Natalia del colegio de Larache, pero las demás siempre me parecieron mujeres histéricas, retorcidas y muchas de ellas hasta malas personas, las veía como brujas disfrazadas. Mamá decía, “las monjas se casan con Dios, porque no hay dios que se case con ellas”.
Tenía que ir al colegio porque no tuve más remedio, pero nunca me gustó que me mangoneasen, me ordenasen y me castigasen, aunque en honor a la verdad, siempre fui muy rebelde. No ponía mucho “interés” en las asignaturas que no me gustaban pero sí en las que me gustaban. No me gustaban las matemáticas, pero es que no las entendía, las "mates" hay que entenderlas para comprenderlas, y si no me las sabían explicar bien y con paciencia no me entraban y no me gustaban. Si preguntaba más de una vez me tildaban de bruta o de borrica así que terminaba por no preguntar. Resultaba más cómodo para mí y me ahorraba tener que oír insultos.
Me hacía una “chuletas” estupendas, las escribía en la muñeca y en la palma de la mano izquierda, ¡era todo un arte! Y como los exámenes eran casi todos orales y escritos al mismo tiempo, salías a la pizarra, escribías lo que fuera con la mano derecha, y como lo hacías dando la espalda a la monja, podías bajar la vista disimuladamente, y “leías” la mano izquierda… ¡nunca me pillaron!
Me gustaba la Geografía, la Historia (aunque me liaba mucho con las fechas, igual que ahora) pero las que más me gustaban eran Anatomía y Biología.
Un día, en clase de Biología se me ocurrió preguntar a la monja:
- ¿Qué nació antes, el huevo o la gallina?
¡Oh! la que se armó. ¡Aquella pregunta era la del millón! La monja no me contestó y siguió con lo suyo, pero yo volví a la carga con toda intención, quería saber qué era capaz de contestarme la tonta de la monja y volví a preguntarle lo mismo. Ella no me respondió, se levantó y me sacó airadamente.
Me dijo: "¡Niña, eso no se pregunta!"
Le dije: "¿Y por qué no, no está usted aquí para enseñarnos? ¿Por qué no me puede explicar esto, es que no lo sabe explicar?"
No me contestó desde luego, se levantó y me sacó violentamente de la clase, diciéndome:
"¡Sal de aquí y no vuelvas mas a mi clase, no quiero volver a verte!"
Me castigó el resto de la mañana en un banco del pasillo y cuando por la tarde se lo conté a mamá, ella se reía y me contestó: "Hija, es una pregunta un poco complicada, pero debió contestarte que sería la gallina, que es lo más lógico, Dios creó a los animales y luego ellos se reprodujeron."
Mamá, como siempre, hacía “diana”.
Un día que nos dieron los boletines de notas, en el mío venía un “aprobado” con V, Y fue la gota que colmó el vaso; mamá, que era de armas tomar, se fue al despacho de la superiora y le dijo, dándole el boletín de mis notas: "Madre, ¿qué clase de enseñanza dan ustedes? ¡Aprendan primero a escribir bien antes de enseñar! ¡Las voy a denunciar al Ministro de Educación! ¡Saco a mis hijas de este colegio, porque aquí no van a aprender nada!
Y acto seguido nos recogió y nos llevó a casa. No sé si las denunciaría o no al Ministro, pero le metió un buen susto a la monja.
Lo único bueno que recuerdo de ese colegio fue la fiesta que dieron, donde todas nosotras, las 6 hermanas, fuimos vestidas de flamenca y pilar y yo bailamos sevillanas.
Tengo un CD del año 1.955 que ha podido hacer mi hermano Luis, reuniendo unas cuantas películas de las que hizo mi padre en aquella época y de la que hizo aquél día, y es encantador verla ahora después de tanto tiempo. Pilar con 16 años, yo con 15, y de ahí para abajo hasta Trini, con 4 años.
Realmente, me trae muchísimos recuerdos…
Adela Montoya Morón.
Aventurero viaje a Ceuta
-
Un verano que estábamos pasando las vacaciones en el pueblo de Cabo de Gata, en Almería, planificamos un viaje a Ceuta mis hermanas Chipu, Mari y yo, de 3 ó 4 días. Yo todavía estaba soltera. Habíamos ahorrado dinero y nos hacía mucha ilusión comprar regalos y esos conjuntos de lana DOMBROS que eran tan bonitos, estaban de moda y en Madrid eran mucho más caros. Llevábamos mucha ilusión. Cogimos el barco de Almería a Ceuta y llegamos sin ningún problema.
En el puerto cogimos un taxi y le dijimos al taxista que nos llevara a un Hotel que fuera baratito. El hombre nos llevó a uno, que ni me acuerdo como se llamaba, pero al llegar a la puerta nos miró fijamente a las tres y dijo:
- Este es barato, pero no creo que os convenga entrar. Yo que vosotras me iría a otro mejor.
No hicimos caso y entramos. Nos dimos cuenta de que el Hotel era de lo más “cutre” pero pensamos que como solo entraríamos a dormir, nos daba igual. El caso era no gastarnos el dinero en Hoteles buenos ya que lo que queríamos era comprarnos nuestros caprichos.
Al entrar nos dio muchísimo asco ver corretear por el suelo algunas cucarachas y que el hotel no estaba demasiado limpio. Cuando llegó la hora, subimos a dormir. Nos dieron una habitación con cama de matrimonio y una cama supletoria para Mari Carmen que era la más pequeña. En la habitación hacía un calor insoportable, estaba todo cerrado a cal y canto y abrimos la puerta que parecía un balcón; teníamos que ventilar y poder respirar. Cuando abrí la puerta vi que daba a un patio y que a ese patio daban otras puertas, seguramente de otros dormitorios… Pensé que por nuestra seguridad, mejor la cerrábamos, podría entrar alguien y darnos un susto de muerte, pero no podíamos soportar el calor y se quedó abierta.
Como resultaba peligroso y por si alguien se “colaba”, se nos ocurrió un gran idea. Llamamos a recepción y pedimos un cuchillo para cortar una tarta de cumpleaños (mentira cochina, no era el cumpleaños de ninguna) y nos lo subieron junto con unos platitos y unas cucharitas. El cuchillo nos serviría mucho si llegara el caso de tenernos que defender y empezamos a “ensayar” cómo lo haríamos… Mª Carmen que estaba más cerca de la puerta y tenía el sueño ligero debía gritar cuando entrara el “supuesto” violador o asesino; Chipu, que dormía a mi izquierda y que tenía la perilla de la luz en la mano, al grito de Mari, tendría que encender la luz y, a continuación, yo que era la mayor atacaría al intruso clavándole el cuchillo todas las veces que fuera necesario hasta darle muerte.
Ni que decir tiene que lo tuvimos que ensayar un montón de veces; teníamos que coordinar perfectamente todos los movimientos sin ningún fallo, pero naturalmente nos empezó a entrar el “pato” y entre los gritos de Mari, los nervios de Chipu y míos y las risas de las tres, armamos tal juerga y jaleo que subieron de recepción para decirnos que nos calláramos, que los demás huéspedes se estaban quejando. Al final nos pudimos serenar y terminamos durmiéndonos a las tantas. Dormimos con el oído despierto por si acaso y yo no solté el cuchillo en toda la noche. Naturalmente no entró nadie o no nos enteramos… El sueño nos rindió.
No nos pasó nada gracias a Dios. A la mañana siguiente recogimos nuestra maleta, bajamos a recepción, pagamos la habitación y devolví el cuchillo… El recepcionista nos preguntó, ¿qué ocurrió anoche en su dormitorio? Y yo le contesté:
- Mejor no pregunte. Y dígame cuál es el mejor Hotel de Ceuta.
Nos mandó al RUSADIR que resultó ser un Hotel de 5 estrellas precioso y limpio, donde nos quedamos y nos trataron como a princesas
El RUSADIR nos iba a costar muy caro, pero la cuestión era sentirnos seguras. Por otro lado teníamos que ahorrar en comidas, así que nada de comer en el Hotel. Desayunábamos en una cafetería que había cerca y pedíamos un café con leche para cada una y una ración de churros para las tres (tocábamos a un churro y medio). Había un soldado desayunando también y nos quería invitar a una ración de churros para cada una. Nosotras, muy dignas, dándole las gracias le dijimos que no, que comíamos muy poco y con esa ración teníamos bastante.
Yendo hacia el zoco, las tres juntitas por la acera, oímos que alguien nos seguía muy de cerca y nos decía algo muy bajito, que ninguna de las tres pudimos entender. Era mejor seguir nuestro camino y no hacerle caso, pero como nos seguía y no se iba, apretamos el paso bastante. El hombre apretó el suyo también y entonces fue cuando me asusté. Pensé que nos atacaría para robarnos o cualquier otra cosa y sin pensármelo me volví apartando a mis hermanas y me encaré con él. Vi que era un morito muy joven que se paró y me sonrió. Le pregunté desafiante:
- ¿Qué quieres? ¿Por qué nos sigues?
Y él me dijo muy bajito algo que yo entendí como kifi kifi… repitiéndolo varias veces. Y como no le entendía le dije que no sabía lo que era. El chico sacó con mucho misterio de la manga unas bolsitas mirando nervioso para todos los lados y fue entonces cuando me di cuenta que nos quería vender hachí. Me indigné con el morito y le dije que nosotras no queríamos esa mierda, que se largara de allí y se fue pitando cuando vio mi cara de indignación levantando el bolso para arrearle un buen bolsazo.
Para la comida y la cena comprábamos un bocadillo de salami para cada una, lo partíamos por la mitad y nos tomábamos mitad en la comida y mitad en la cena. La verdad es que nos moríamos de hambre, pero preferíamos ahorrar dinero para nuestras “chucherías”. Al segundo día decidí que para no desnutrirnos teníamos que comprar fruta y nos fuimos al Zoco y compramos uvas. Nos pusimos moradas de uvas.
El zoco era muy curioso. Había de todo; mucha fruta, carne se supone que fresca, porque la tenían tapada con paños blancos para que no la invadieran las moscas y los paños estaban llenos de sangre… (¡uf!) y el pescado también. Pero esos eran peores porque las moscas los acosaban y había unas cuantas personas espantándolas constantemente.
Lo que me pareció más curioso fue ver a un hombre sentado en un taburete detrás de una mesita en la que tenía unas tenazas encima de un paño y cuando me acerqué a ver que era, me horrorizó lo que vi. Por lo visto era un saca-muelas y lo que tenía sobre el paño eran muelas… ¡Dios mío! Y algunas estaban “frescas” porque estaban llenas de sangre. Me fui corriendo de allí y seguí rebuscando.
Encontramos fruta y compramos unas uvas riquísimas en un puesto de frutas adornado con flores y con lazos. Me gustó y saqué mi máquina de fotos dispuesta a hacer algunas, pero salieron dos o tres mujeres dándome gritos diciéndome "NO, NO, NO" y yo me asusté y no hice ninguna; menos mal que guarde la máquina, porque dos hombres venían derechos a mí con cara de fieras y no sabía si me quitarían la máquina de fotos o me arrearían un palo, porque uno llevaba un buen garrote. Me quedé quieta con las manos en alto, como si me hubieran dicho "¡La bolsa o la vida!" y con cara de espanto, pero ellos viendo que era inofensiva, se fueron. ¡Uf, qué miedo pasé! Una señora que pasaba me dijo que no les gustaba que les hicieran fotos. Yo no lo sabía, me disculpé y me fui.
Al tercer día nos fuimos a la playa y allí conocimos a unos chicos moros y judíos educadísimos y muy amables. Seráan más o menos de nuestras edades y muy simpáticos, que nos enseñaron la Ciudad y nos acompañaron a las tiendas, incluso regatearon por nosotras. Luego nos llevaron al Hotel para dejar todos los paquetes y nos invitaron a una fiesta de cumpleaños de un amigo moro que vivía en un palacio precioso. Había un Bufet monstruoso lleno de auténticos manjares y unos dulces exquisitos. Naturalmente nos inflamos ¡con el hambre que teníamos! Luego nos acompañaron al Barco y nos despedimos dándoles las gracias por lo amables que habían sido, y por atendernos tan bien.
Resultó que nos faltaba algo de dinero para comprar los billetes de vuelta, se lo dijimos al Capitán que era un señor muy amable y con él al lado llamamos a papá, que nos prometió que nos recogería en el puerto y que le pagaría la diferencia. Mi padre debió decirle al Capitán que cuidara de nosotras y así lo hizo. Ya en al barco que se movía a lo bestia porque la mar estaba muy picada, nos empezó a entrar a las tres un malestar espantoso.
El amable Capitán que nos veía muy mala cara nos ofreció que fuéramos a la cabina de mando que él se ocuparía de atendernos y que allí estaríamos más cómodas, pero yo, la hermana mayor, tenía que cuidar de mis dos hermanitas y las llevaba “amarradas” a mis dos brazos y no las soltaría por nada del mundo, por lo que le dije: "Muchas gracias, pero preferimos quedarnos en cubierta y tomar el aire porque nos sentimos mareadas". En el fondo no me fiaba. Luego el buen señor nos dijo que nos fuéramos a su camarote que estaba vacío, que allí podríamos descansar y cerrar la puerta por dentro, que no nos molestaría nadie.
Así lo hicimos, y ya en el camarote con la puerta cerrada con llave, entre el mar que estaba picadísimo y el estómago fatal por los dulces que nos habíamos comido, nos pasamos toda la travesía vomitando sin parar.
Cuando llegamos a casa íbamos malísimas, con las caras verdes. Mamá nos dio a tomar no se qué mejunje y nos curamos. Y Cuando contamos con pelos y señales toda nuestra increíble aventura mamá se partía de risa, papá también pero se preocupó pensando en todos los peligros que habíamos corrido. Los demás nos pedían una y otra vez que lo contáramos con toda clase de detalles.
Ricardo y Juan Carlos fueron unos días a vernos (éramos todavía novios, yo de Ricardo y Juan Carlos de mi hermana Chipu) y cuando se enteraron de nuestra aventura se enfadaron muchísimo con nosotras. Encima decían que les teníamos que haber pedido permiso a ellos. Yo les pregunté:
- ¿Os habría parecido bien?
- ¡¡¡Pues claro que no!!! -contestaron tajantemente.
- ¡Pues por eso no os dijimos nada! -repuse. Nosotras nos fuimos, lo pasamos muy bien, no nos pasó nada malo y nos compramos todos los caprichos que pudimos. ¿Algún problema? Además no sois nuestros maridos y no tenéis derecho a prohibirnos nada de nada.
Al final no tuvieron más remedio que desenfadarse y todo siguió sobre ruedas…
Nos hubiera gustado repetir la aventura: ir a Tánger o a Melilla, o mejor a Larache, en donde habíamos vivido y lo recordábamos mucho, pero ya no teníamos ahorros, se nos había esfumado… Mejor sería dejarlo para otras ocasiones.
Pero fue de lo más divertido, ¡Qué bien nos lo pasamos!
Adela Montoya Morón.
Un verano que estábamos pasando las vacaciones en el pueblo de Cabo de Gata, en Almería, planificamos un viaje a Ceuta mis hermanas Chipu, Mari y yo, de 3 ó 4 días. Yo todavía estaba soltera. Habíamos ahorrado dinero y nos hacía mucha ilusión comprar regalos y esos conjuntos de lana DOMBROS que eran tan bonitos, estaban de moda y en Madrid eran mucho más caros. Llevábamos mucha ilusión. Cogimos el barco de Almería a Ceuta y llegamos sin ningún problema.
En el puerto cogimos un taxi y le dijimos al taxista que nos llevara a un Hotel que fuera baratito. El hombre nos llevó a uno, que ni me acuerdo como se llamaba, pero al llegar a la puerta nos miró fijamente a las tres y dijo:
- Este es barato, pero no creo que os convenga entrar. Yo que vosotras me iría a otro mejor.
No hicimos caso y entramos. Nos dimos cuenta de que el Hotel era de lo más “cutre” pero pensamos que como solo entraríamos a dormir, nos daba igual. El caso era no gastarnos el dinero en Hoteles buenos ya que lo que queríamos era comprarnos nuestros caprichos.
Al entrar nos dio muchísimo asco ver corretear por el suelo algunas cucarachas y que el hotel no estaba demasiado limpio. Cuando llegó la hora, subimos a dormir. Nos dieron una habitación con cama de matrimonio y una cama supletoria para Mari Carmen que era la más pequeña. En la habitación hacía un calor insoportable, estaba todo cerrado a cal y canto y abrimos la puerta que parecía un balcón; teníamos que ventilar y poder respirar. Cuando abrí la puerta vi que daba a un patio y que a ese patio daban otras puertas, seguramente de otros dormitorios… Pensé que por nuestra seguridad, mejor la cerrábamos, podría entrar alguien y darnos un susto de muerte, pero no podíamos soportar el calor y se quedó abierta.
Como resultaba peligroso y por si alguien se “colaba”, se nos ocurrió un gran idea. Llamamos a recepción y pedimos un cuchillo para cortar una tarta de cumpleaños (mentira cochina, no era el cumpleaños de ninguna) y nos lo subieron junto con unos platitos y unas cucharitas. El cuchillo nos serviría mucho si llegara el caso de tenernos que defender y empezamos a “ensayar” cómo lo haríamos… Mª Carmen que estaba más cerca de la puerta y tenía el sueño ligero debía gritar cuando entrara el “supuesto” violador o asesino; Chipu, que dormía a mi izquierda y que tenía la perilla de la luz en la mano, al grito de Mari, tendría que encender la luz y, a continuación, yo que era la mayor atacaría al intruso clavándole el cuchillo todas las veces que fuera necesario hasta darle muerte.
Ni que decir tiene que lo tuvimos que ensayar un montón de veces; teníamos que coordinar perfectamente todos los movimientos sin ningún fallo, pero naturalmente nos empezó a entrar el “pato” y entre los gritos de Mari, los nervios de Chipu y míos y las risas de las tres, armamos tal juerga y jaleo que subieron de recepción para decirnos que nos calláramos, que los demás huéspedes se estaban quejando. Al final nos pudimos serenar y terminamos durmiéndonos a las tantas. Dormimos con el oído despierto por si acaso y yo no solté el cuchillo en toda la noche. Naturalmente no entró nadie o no nos enteramos… El sueño nos rindió.
No nos pasó nada gracias a Dios. A la mañana siguiente recogimos nuestra maleta, bajamos a recepción, pagamos la habitación y devolví el cuchillo… El recepcionista nos preguntó, ¿qué ocurrió anoche en su dormitorio? Y yo le contesté:
- Mejor no pregunte. Y dígame cuál es el mejor Hotel de Ceuta.
Nos mandó al RUSADIR que resultó ser un Hotel de 5 estrellas precioso y limpio, donde nos quedamos y nos trataron como a princesas
El RUSADIR nos iba a costar muy caro, pero la cuestión era sentirnos seguras. Por otro lado teníamos que ahorrar en comidas, así que nada de comer en el Hotel. Desayunábamos en una cafetería que había cerca y pedíamos un café con leche para cada una y una ración de churros para las tres (tocábamos a un churro y medio). Había un soldado desayunando también y nos quería invitar a una ración de churros para cada una. Nosotras, muy dignas, dándole las gracias le dijimos que no, que comíamos muy poco y con esa ración teníamos bastante.
Yendo hacia el zoco, las tres juntitas por la acera, oímos que alguien nos seguía muy de cerca y nos decía algo muy bajito, que ninguna de las tres pudimos entender. Era mejor seguir nuestro camino y no hacerle caso, pero como nos seguía y no se iba, apretamos el paso bastante. El hombre apretó el suyo también y entonces fue cuando me asusté. Pensé que nos atacaría para robarnos o cualquier otra cosa y sin pensármelo me volví apartando a mis hermanas y me encaré con él. Vi que era un morito muy joven que se paró y me sonrió. Le pregunté desafiante:
- ¿Qué quieres? ¿Por qué nos sigues?
Y él me dijo muy bajito algo que yo entendí como kifi kifi… repitiéndolo varias veces. Y como no le entendía le dije que no sabía lo que era. El chico sacó con mucho misterio de la manga unas bolsitas mirando nervioso para todos los lados y fue entonces cuando me di cuenta que nos quería vender hachí. Me indigné con el morito y le dije que nosotras no queríamos esa mierda, que se largara de allí y se fue pitando cuando vio mi cara de indignación levantando el bolso para arrearle un buen bolsazo.
Para la comida y la cena comprábamos un bocadillo de salami para cada una, lo partíamos por la mitad y nos tomábamos mitad en la comida y mitad en la cena. La verdad es que nos moríamos de hambre, pero preferíamos ahorrar dinero para nuestras “chucherías”. Al segundo día decidí que para no desnutrirnos teníamos que comprar fruta y nos fuimos al Zoco y compramos uvas. Nos pusimos moradas de uvas.
El zoco era muy curioso. Había de todo; mucha fruta, carne se supone que fresca, porque la tenían tapada con paños blancos para que no la invadieran las moscas y los paños estaban llenos de sangre… (¡uf!) y el pescado también. Pero esos eran peores porque las moscas los acosaban y había unas cuantas personas espantándolas constantemente.
Lo que me pareció más curioso fue ver a un hombre sentado en un taburete detrás de una mesita en la que tenía unas tenazas encima de un paño y cuando me acerqué a ver que era, me horrorizó lo que vi. Por lo visto era un saca-muelas y lo que tenía sobre el paño eran muelas… ¡Dios mío! Y algunas estaban “frescas” porque estaban llenas de sangre. Me fui corriendo de allí y seguí rebuscando.
Encontramos fruta y compramos unas uvas riquísimas en un puesto de frutas adornado con flores y con lazos. Me gustó y saqué mi máquina de fotos dispuesta a hacer algunas, pero salieron dos o tres mujeres dándome gritos diciéndome "NO, NO, NO" y yo me asusté y no hice ninguna; menos mal que guarde la máquina, porque dos hombres venían derechos a mí con cara de fieras y no sabía si me quitarían la máquina de fotos o me arrearían un palo, porque uno llevaba un buen garrote. Me quedé quieta con las manos en alto, como si me hubieran dicho "¡La bolsa o la vida!" y con cara de espanto, pero ellos viendo que era inofensiva, se fueron. ¡Uf, qué miedo pasé! Una señora que pasaba me dijo que no les gustaba que les hicieran fotos. Yo no lo sabía, me disculpé y me fui.
Al tercer día nos fuimos a la playa y allí conocimos a unos chicos moros y judíos educadísimos y muy amables. Seráan más o menos de nuestras edades y muy simpáticos, que nos enseñaron la Ciudad y nos acompañaron a las tiendas, incluso regatearon por nosotras. Luego nos llevaron al Hotel para dejar todos los paquetes y nos invitaron a una fiesta de cumpleaños de un amigo moro que vivía en un palacio precioso. Había un Bufet monstruoso lleno de auténticos manjares y unos dulces exquisitos. Naturalmente nos inflamos ¡con el hambre que teníamos! Luego nos acompañaron al Barco y nos despedimos dándoles las gracias por lo amables que habían sido, y por atendernos tan bien.
Resultó que nos faltaba algo de dinero para comprar los billetes de vuelta, se lo dijimos al Capitán que era un señor muy amable y con él al lado llamamos a papá, que nos prometió que nos recogería en el puerto y que le pagaría la diferencia. Mi padre debió decirle al Capitán que cuidara de nosotras y así lo hizo. Ya en al barco que se movía a lo bestia porque la mar estaba muy picada, nos empezó a entrar a las tres un malestar espantoso.
El amable Capitán que nos veía muy mala cara nos ofreció que fuéramos a la cabina de mando que él se ocuparía de atendernos y que allí estaríamos más cómodas, pero yo, la hermana mayor, tenía que cuidar de mis dos hermanitas y las llevaba “amarradas” a mis dos brazos y no las soltaría por nada del mundo, por lo que le dije: "Muchas gracias, pero preferimos quedarnos en cubierta y tomar el aire porque nos sentimos mareadas". En el fondo no me fiaba. Luego el buen señor nos dijo que nos fuéramos a su camarote que estaba vacío, que allí podríamos descansar y cerrar la puerta por dentro, que no nos molestaría nadie.
Así lo hicimos, y ya en el camarote con la puerta cerrada con llave, entre el mar que estaba picadísimo y el estómago fatal por los dulces que nos habíamos comido, nos pasamos toda la travesía vomitando sin parar.
Cuando llegamos a casa íbamos malísimas, con las caras verdes. Mamá nos dio a tomar no se qué mejunje y nos curamos. Y Cuando contamos con pelos y señales toda nuestra increíble aventura mamá se partía de risa, papá también pero se preocupó pensando en todos los peligros que habíamos corrido. Los demás nos pedían una y otra vez que lo contáramos con toda clase de detalles.
Ricardo y Juan Carlos fueron unos días a vernos (éramos todavía novios, yo de Ricardo y Juan Carlos de mi hermana Chipu) y cuando se enteraron de nuestra aventura se enfadaron muchísimo con nosotras. Encima decían que les teníamos que haber pedido permiso a ellos. Yo les pregunté:
- ¿Os habría parecido bien?
- ¡¡¡Pues claro que no!!! -contestaron tajantemente.
- ¡Pues por eso no os dijimos nada! -repuse. Nosotras nos fuimos, lo pasamos muy bien, no nos pasó nada malo y nos compramos todos los caprichos que pudimos. ¿Algún problema? Además no sois nuestros maridos y no tenéis derecho a prohibirnos nada de nada.
Al final no tuvieron más remedio que desenfadarse y todo siguió sobre ruedas…
Nos hubiera gustado repetir la aventura: ir a Tánger o a Melilla, o mejor a Larache, en donde habíamos vivido y lo recordábamos mucho, pero ya no teníamos ahorros, se nos había esfumado… Mejor sería dejarlo para otras ocasiones.
Pero fue de lo más divertido, ¡Qué bien nos lo pasamos!
Adela Montoya Morón.
Pepe Gotera y Otilio
-
En 1.994, en Las Palmas de Gran Canaria, nos compramos un chalet en Tafira. Antes habíamos estado viviendo 4 años en la Avenida Marítima enfrente del mar. La casa de Tafira estaba en un monte a 400 metros sobre el nivel del mar y éste apenas se veía, ya que casi lo tapaban otros montes. Justo delante de la casa estaba el monte Bandama, chato por arriba porque fue un volcán ya extinguido; que por cierto tenia gracia, ya que desde un mirador que había donde se veían unas vistas preciosas, en el fondo del monte Bandama, había una casita y un trozo enorme de huerta con las famosas papas Canarias sembradas. Seguro estaría el dueño de aquella finquita en la boca del volcán de que no volvería a “despertarse” nunca más. No sería yo quien viviera en esa casita.
Realmente nunca me gustó vivir arriba, prefería ver el mar de lleno, como lo veía en el piso. Aquel terreno donde habían hecho la Avenida Marítima era terreno ganado al mar, no había playa, pero daba igual, el espectáculo que ofrecía cuando había marejada era increíble. Las rompientes de las olas se estrellaban con tal fuerza, que llegaban hasta mi piso que era un 6º, las salpicaduras del agua… y yo me quedaba extasiada viéndolo. Pero llegó la hora de comprar una casa y ésta fue la que le gustó a Ricardo.
La casa era muy bonita, la verdad, y tenía una distribución muy buena. Estaba sin estrenar, pero antes de meterme allí quise hacerle unos arreglos. Que me levantaran un muro alto, ya que se veía todo por fuera, que me techasen un patio que estaba al descubierto, que me hiciesen un gran trastero y lo más importante: que me cerrasen con cristales un porche que había que daba al salón ya que yo bien conocía esos vientos llenos de polvo amarillo que procedían del Sahara.
Además que en el salón, aparte de la puerta doble que daba al porche, solo había una ventana bastante ridícula dado el tamaño del salón y de esa manera cambiando la puerta del porche por la ventana me quedaba mucho más bonito, más amplio y más luminoso que antes. Quedó todo mucho mejor con los cambios y me alegré mucho haberlos hecho.
Al patio daba la cocina y para que no se quedara oscura, se le puso una gran claraboya en el techo del patio. Quedó muy bien y la luz de la cocina muy bien conseguida. El patio era muy grande, tenía más de 20 metros cuadrados, y pude amueblarlo con armarios y una mesa redonda central. En el patio había una bomba de agua espantosa medio cubierta con una repisa de mampostería; debajo de la bomba había un enorme aljibe para el suministro de agua de la casa. Quise tapar esa feísima bomba y se me ocurrió ponerle una gran repisa de madera, para luego dejarlo cerrado con unas puertas o una cortinillas de lona.
Ricardo compró los materiales necesarios y en el patio se dispuso a organizar todo el tinglado sacando sus miles de herramientas y colocándolas encima de la mesa en orden, como si fuera la mesa de un cirujano a punto de operar.
Yo estaba en la cocina haciendo la comida, que era lo mío, y justo donde tenía la vitrocerámica era donde estaba la ventana, que la tenía abierta de par en par ya que no sé por qué demonios no le habían puesto un extractor de humos. La ventana era muy hermosa y la abría para que ventilase bien la cocina.
Mientras yo estaba ensimismada en mi tarea de cocinera familiar, Ricardo seguía con la suya de “arreglarlo todo” que para eso es muy “manitas”… De repente oigo que exclama ¡Mierda! Y al instante siguiente oigo, veo y siento un chorro de agua fría que me da de lleno entrando por la ventana y duchándome entera… ¡Dios mío! Dije, ¿Qué demonios es esto? Y acto seguido cierro rápidamente la ventana, pero ya estaba empapada la cocina y por supuesto la sorprendidísima cocinera.
Salgo corriendo al patio y me veo a Ricardo medio agachado tapando con las manos la pared porque salía agua a borbotones y a él más mojado que yo y me decía a grito pelado: ¡¡Cierra la llave de pasooooo Adelaaaa!!
Y yo, que estaba asombrada, mojada y aturdida sin ver apenas porque me caía agua de mi pelo en los ojos, me puse a dar vueltas como una idiota por el patio; como un ratón enjaulado, sin saber dónde demonios estaba la llave de paso general.
Ricardo, en esa incomodísima postura, viéndome a mí sin saber qué hacer, me dice:
- ¡¡Vengaaa, hijaaaa… encuéntralaaaa!!
Y yo cada vez más nerviosa hasta que por fin la encontré y la cerré, no sin esfuerzo porque estaba medio oxidada y muy dura, pero la pude cerrar.
Se cortó el agua y se acabó la desagradable catarata. Nos cambiamos de ropa inmediatamente y bajamos a recoger un poco toda el agua que había caído, las herramientas y todo eso, mientras Ricardo farfullaba miles de improperios a media voz… Esperé que se desahogara un poco y luego le pregunté casi con timidez:
- ¿Qué ha pasado?... ¿Qué has hecho?- Y me contestó enfadado:
- ¿Qué crees que he hechoooo? ¡Pues taladrar la pared, para ponerle un taco y luego el tornilloooo! Qué voy a hacer… ¡Pues esoooo!... Y lo que ha pasado salta a la vista ¿Nooooo? ¡Que he taladrado una tuberíaaaa! ¡¡Eso es lo que ha pasadoooo… mierrrrdaaaa!!...¡Debieron meterla en la parte de abajo y no aquíiii arriba!
Entonces pensé para mis adentros: Adelita, cállate, que estás más bonita callada, no digas nada más, no hagas más preguntas que será lo mejor. Y eso hice, no abrir el pico más… ¡¡Cómo se enfadó!!
Él se fue a comprar no se qué para reparar la tubería y yo volví a mi tarea en la cocina, a la que antes tuve que limpiar de arriba abajo porque se mojó hasta el techo… ¡Jesús!...
Volvió Ricardo y lo arregló, dejando la tubería reparada y pudimos abrir la llave de paso. Comimos y por la tarde hablé con mi hija María que vivía en Madrid y se lo conté con pelos y señales y la chiquilla imaginándose la escena se partió de risa. Más tarde llamó David, su marido, y con toda la gracia preguntó:
- ¿Oiga, es el taller de Pepe Gotera y Otilio? (Como la serie que había en la televisión tan graciosa)
Y Ricardo que se había puesto al teléfono, desahogó su rabieta con unas buenas carcajadas, porque la verdad es que David, con su sarcasmo, le hizo reír quitando aspereza al tremendo accidente casero.
¡La verdad es que luego estuvimos riéndonos todos mucho!
Adela Montoya Morón.
En 1.994, en Las Palmas de Gran Canaria, nos compramos un chalet en Tafira. Antes habíamos estado viviendo 4 años en la Avenida Marítima enfrente del mar. La casa de Tafira estaba en un monte a 400 metros sobre el nivel del mar y éste apenas se veía, ya que casi lo tapaban otros montes. Justo delante de la casa estaba el monte Bandama, chato por arriba porque fue un volcán ya extinguido; que por cierto tenia gracia, ya que desde un mirador que había donde se veían unas vistas preciosas, en el fondo del monte Bandama, había una casita y un trozo enorme de huerta con las famosas papas Canarias sembradas. Seguro estaría el dueño de aquella finquita en la boca del volcán de que no volvería a “despertarse” nunca más. No sería yo quien viviera en esa casita.
Realmente nunca me gustó vivir arriba, prefería ver el mar de lleno, como lo veía en el piso. Aquel terreno donde habían hecho la Avenida Marítima era terreno ganado al mar, no había playa, pero daba igual, el espectáculo que ofrecía cuando había marejada era increíble. Las rompientes de las olas se estrellaban con tal fuerza, que llegaban hasta mi piso que era un 6º, las salpicaduras del agua… y yo me quedaba extasiada viéndolo. Pero llegó la hora de comprar una casa y ésta fue la que le gustó a Ricardo.
La casa era muy bonita, la verdad, y tenía una distribución muy buena. Estaba sin estrenar, pero antes de meterme allí quise hacerle unos arreglos. Que me levantaran un muro alto, ya que se veía todo por fuera, que me techasen un patio que estaba al descubierto, que me hiciesen un gran trastero y lo más importante: que me cerrasen con cristales un porche que había que daba al salón ya que yo bien conocía esos vientos llenos de polvo amarillo que procedían del Sahara.
Además que en el salón, aparte de la puerta doble que daba al porche, solo había una ventana bastante ridícula dado el tamaño del salón y de esa manera cambiando la puerta del porche por la ventana me quedaba mucho más bonito, más amplio y más luminoso que antes. Quedó todo mucho mejor con los cambios y me alegré mucho haberlos hecho.
Al patio daba la cocina y para que no se quedara oscura, se le puso una gran claraboya en el techo del patio. Quedó muy bien y la luz de la cocina muy bien conseguida. El patio era muy grande, tenía más de 20 metros cuadrados, y pude amueblarlo con armarios y una mesa redonda central. En el patio había una bomba de agua espantosa medio cubierta con una repisa de mampostería; debajo de la bomba había un enorme aljibe para el suministro de agua de la casa. Quise tapar esa feísima bomba y se me ocurrió ponerle una gran repisa de madera, para luego dejarlo cerrado con unas puertas o una cortinillas de lona.
Ricardo compró los materiales necesarios y en el patio se dispuso a organizar todo el tinglado sacando sus miles de herramientas y colocándolas encima de la mesa en orden, como si fuera la mesa de un cirujano a punto de operar.
Yo estaba en la cocina haciendo la comida, que era lo mío, y justo donde tenía la vitrocerámica era donde estaba la ventana, que la tenía abierta de par en par ya que no sé por qué demonios no le habían puesto un extractor de humos. La ventana era muy hermosa y la abría para que ventilase bien la cocina.
Mientras yo estaba ensimismada en mi tarea de cocinera familiar, Ricardo seguía con la suya de “arreglarlo todo” que para eso es muy “manitas”… De repente oigo que exclama ¡Mierda! Y al instante siguiente oigo, veo y siento un chorro de agua fría que me da de lleno entrando por la ventana y duchándome entera… ¡Dios mío! Dije, ¿Qué demonios es esto? Y acto seguido cierro rápidamente la ventana, pero ya estaba empapada la cocina y por supuesto la sorprendidísima cocinera.
Salgo corriendo al patio y me veo a Ricardo medio agachado tapando con las manos la pared porque salía agua a borbotones y a él más mojado que yo y me decía a grito pelado: ¡¡Cierra la llave de pasooooo Adelaaaa!!
Y yo, que estaba asombrada, mojada y aturdida sin ver apenas porque me caía agua de mi pelo en los ojos, me puse a dar vueltas como una idiota por el patio; como un ratón enjaulado, sin saber dónde demonios estaba la llave de paso general.
Ricardo, en esa incomodísima postura, viéndome a mí sin saber qué hacer, me dice:
- ¡¡Vengaaa, hijaaaa… encuéntralaaaa!!
Y yo cada vez más nerviosa hasta que por fin la encontré y la cerré, no sin esfuerzo porque estaba medio oxidada y muy dura, pero la pude cerrar.
Se cortó el agua y se acabó la desagradable catarata. Nos cambiamos de ropa inmediatamente y bajamos a recoger un poco toda el agua que había caído, las herramientas y todo eso, mientras Ricardo farfullaba miles de improperios a media voz… Esperé que se desahogara un poco y luego le pregunté casi con timidez:
- ¿Qué ha pasado?... ¿Qué has hecho?- Y me contestó enfadado:
- ¿Qué crees que he hechoooo? ¡Pues taladrar la pared, para ponerle un taco y luego el tornilloooo! Qué voy a hacer… ¡Pues esoooo!... Y lo que ha pasado salta a la vista ¿Nooooo? ¡Que he taladrado una tuberíaaaa! ¡¡Eso es lo que ha pasadoooo… mierrrrdaaaa!!...¡Debieron meterla en la parte de abajo y no aquíiii arriba!
Entonces pensé para mis adentros: Adelita, cállate, que estás más bonita callada, no digas nada más, no hagas más preguntas que será lo mejor. Y eso hice, no abrir el pico más… ¡¡Cómo se enfadó!!
Él se fue a comprar no se qué para reparar la tubería y yo volví a mi tarea en la cocina, a la que antes tuve que limpiar de arriba abajo porque se mojó hasta el techo… ¡Jesús!...
Volvió Ricardo y lo arregló, dejando la tubería reparada y pudimos abrir la llave de paso. Comimos y por la tarde hablé con mi hija María que vivía en Madrid y se lo conté con pelos y señales y la chiquilla imaginándose la escena se partió de risa. Más tarde llamó David, su marido, y con toda la gracia preguntó:
- ¿Oiga, es el taller de Pepe Gotera y Otilio? (Como la serie que había en la televisión tan graciosa)
Y Ricardo que se había puesto al teléfono, desahogó su rabieta con unas buenas carcajadas, porque la verdad es que David, con su sarcasmo, le hizo reír quitando aspereza al tremendo accidente casero.
¡La verdad es que luego estuvimos riéndonos todos mucho!
Adela Montoya Morón.
miércoles, 10 de febrero de 2010
Clases de flamenco con Enrique El Cojo
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Foto: Todos los hermanos vestidos para la Feria de Sevilla.
En Sevilla, en el año 1.954 cuando tenía 13 ó 14 años, mamá quiso que aprendiéramos a bailar flamenco y nos apuntó a unas clases en la Academia de “Enrique El Cojo”, antes de irnos a Venezuela.
La Academia de Enrique estaba en una placita de un ensanche de la calle Espíritu Santo, en el barrio de La Macarena. Era costumbre en Sevilla que las niñas aprendieran a bailar bien al menos las sevillanas. Pilar y yo ya las sabíamos bailar pero corrientitas, como cualquier chiquilla de Sevilla y mamá quiso que las bailáramos mejor y con ese “duende” andaluz y ese sentimiento que hay que sacar de dentro cuando se bailan.
El primer día que fuimos a la Academia, me quedé pasmada; aquello era una especie de cuchitri;, entrabas directamente de la calle a una habitación más o menos grandecita, en donde a todo alrededor había sillas y mucha gente sentadas en ellas. Personas de todas las edades. En un rincón dos guitarristas, dos muchachos que tocaban las palmas y “Enrique el cojo”. Cuando vi a Enrique, aún me quedé más pasmada…
Yo esperaba encontrarme con un bailarín alto y espigado como muchos que ya había visto, pero Enrique era todo lo contrario; un hombre bajo, gordo y además, el pobre, cojo de verdad de ahí su sobre nombre. Tenía una pierna 15 centímetros más corta que la otra y calzaba una bota con un alza para estar nivelado, pero cuando andaba su cojera se notaba claramente. Por si fuera poco tenía una cadera más alta que la otra. El pobrecillo había nacido así.
Pensé para mis adentros, ¿Cómo es posible que un hombre con ese gran problema físico pudiese bailar y dar clases?...
Entramos, nos presentamos y nos dijo "¡Ah! Sois las Montoyitas… Sí, a vuestra madre la conozco desde chica, porque es sobrina de Doña Enriqueta Morón, hermana de vuestro abuelo y es vecina mía que, como sabréis, vive aquí en la calle Espíritu Santo. Por cierto es una señora graciosísima, siempre que la veo charlamos un rato y me rio muchísimo con ella… Bueno, pues Enriquetita, vuestra madre, os apuntó a mis clases. Sentaros un ratito y así veis como bailan los demás; id tomando nota que luego empezaré con vosotras".
Y nos sentamos.
De verdad que nunca hubiese imaginado, que una persona tan contrahecha pudiese bailar como ese hombre… Bailando, ¡No se le notaba que fuera cojo!... ¡Y cómo lo hacía! Era asombroso cómo movía los brazos y las manos, con un encanto muy especial. Nunca había visto mover las manos como él lo hacía; con una elegancia y una gracia increíbles.
Así empezaron nuestras clases. Nos ponía de pié y con él delante; primero nos enseñó a mover los brazos y las manos, al fondo el guitarrista tocaba la guitarra, para que aprendiéramos a moverlos al compás de la música. Luego nos fue enseñando los pasos y al final aprendimos con mucho mejor estilo a bailar las cuatro sevillanas.
Recuerdo que luego en casa ensayaba aunque fuese sola. Me gustaba tanto que Enrique me dijo que me comprara unas castañuelas y me enseñó a bailarlas tocando los “palillos”, como él las llamaba. Mamá me compró unas castañuelas de madera de Granadillo, que eran las mejores, y Enrique me enseñó a tocarlas y a bailar tocándolas. Aún las conservo y siempre que las veo me acuerdo de toda aquella época…
Además de las sevillanas, nos enseñó a bailar fandanguillos de Huelva, soleares, farrucas, bulerías, tanguillos, rumbas y alegrías de Cádiz. Me gustaba bailar soleares, porque aunque era un baile serio, al final te arrancabas por bulerías y terminaban con un zapateado estupendo. Y las rumbas o rumbillas de Cádiz, tan graciosas y movidas, donde entraba todo el juego de brazos, hombros, caderas y piernas y donde tenías que sacar tu sangre andaluza con gracia. O las alegrías de Cádiz tan movidas y variadas como su nombre indica, salero y alegría, como el que tiene su gente.
En fin, descubrí mi propio “duende” al poner todo mi interés en aprender. Me entusiasmó desde el primer momento y se me daba bien. Me encantaba bailar.
Tenía gracia porque Enrique hacía sus diferenciaciones. A las que aprendían para ser luego profesionales, les dejaba que sacaran su propio estilo, pero a las señoritas, como él nos llamaba, nos enseñaba de otra forma; no nos permitía gestos con la cara, ni brusquedades ni la más mínima ordinariez en los movimientos, teníamos que movernos con suavidad, pero flamencamente y con elegancia; la espalda recta, la cabeza alta, los brazos y las manos, como él decía “como si estuvieseis cogiendo mariposas volando pero sin romperlas”. “Y con la sonrisa en la cara; tened en cuenta que al bailar hay que hacerlo queriendo a nuestra tierra, hay que sacar del alma nuestros sentimientos que son la alegría y la gracia”.
Llegué a tenerle un gran cariño a Enrique, aprendimos y luego nos fuimos a Venezuela.
Muchos años después volví a verlo. Recuerdo que era una Semana Santa y estábamos en la iglesia de San Bernardo. Ricardo era hermano de esa Hermandad y allí me encontré a Enrique sentado en un banco. Lo reconocí enseguida, perecía mentira pero no había cambiado casi nada.
Me acerqué a saludarlo y él al verme me dijo "¿Montoyita?... ¡Eres Adela!" Le di un abrazo, me preguntó por toda mi familia. Me emocionó verle y que me recordara después de tanto tiempo, ¡Cómo podía acordarse! Me preguntó si había seguido bailando, le dije que por supuesto, en todos los sitios en donde he vivido; en Sevilla, en Madrid, en Caracas, en Irán, en Egipto, en todos lados… me sonrió y me dijo:
- ¡Has ido sevillaneando! ¿Eh?
- Pues sí, Enrique, eso he hecho,. Y me ha gustado hacerlo siempre que he podido.
Al despedirnos me dijo: "Adelilla, no dejes de bailar, eres de las niñas que recuerdo que supo sacar ese “duende” andaluz que llevamos dentro".
Y es cierto, lo llevo dentro, aunque ya no pueda bailar… Pero lo siento dentro, bailando por mí.
Esa Semana Santa no se me olvidará nunca, no solamente por el encuentro de Enrique. Hubo algo que no había visto en otras ocasiones mientras viví en Sevilla y que me emocionó profundamente.
En la madrugada del Viernes Santo, con unos amigos, fuimos siguiendo el Paso de Palio de la Virgen de La Macarena, y en la calle Feria, en la iglesia de San Juan de la Palma, con sus puertas abiertas tenían el Paso de la Virgen de la Amargura mirando a la calle. Yo estaba muy cerquita y vi lo más bonito que hubiera imaginado nunca.
Al llegar La Macarena a la puerta de la iglesia, los costaleros la volvieron de cara a La Amargura; y los costaleros de la Amargura acercaron a su Virgen hacia ella. Y ya cerca la una de la otra las empezaron a mecer mientras tocaban la marcha procesional de La Macarena, las retiraban y las acercaban… Todo muy despacito, les bajaban con suavidad el frente de los pasos, como si se hicieran saludos, las volvían a mecer y así un buen rato…
Yo no me lo podía creer, y exclamaba, ¡Dios mío, qué preciosidad! ¿Cómo siendo de aquí no había visto esto nunca? ¡Nunca he visto nada igual, dos vírgenes saludándose, es una maravilla.
Un señor que estaba a mi lado me dijo:
- "Señora, ¿No lo había visto antes? ¡Cómo no se van a saludar, si son hermanas!"
Me hizo gracia, cualquiera le decía a ese señor que solo había una Virgen María. El señor se me quedó mirando y me dijo:
- "Señora, todas las Vírgenes son preciosas y todas son muy importantes, pero cuando pasa La Macarena por ésta calle, tan cerquita de su casa, que está aquí detrás, ¡cómo no va a salir La Amargura a saludar a su hermana mayor! ¡Lo tiene que hacer, por cariño de hermana y por respeto! ¡Pues no faltaría más!
Y mientras el señor me hablaba emocionado, ya con el saludo de las dos Vírgenes terminado, el paso de La Macarena se volvió para retirarse y marcharse y entonces acercaron un poco más el paso de la Virgen de La Amargura y tocaron su marcha, la de La Amargura, para despedirla. Realmente me emocioné mucho, muchísimo.
Me quedé mirando al señor y le sonreí diciéndole:
- Es verdad, tiene usted toda la razón señor. Le aseguro que esto no lo olvidaré nunca…
Y es cierto, nunca lo he olvidado. Este hombre tenía esas creencias muy fuertemente convencidas y yo no era nadie para discutirle nada...
¡Qué recuerdos tan maravillosos tengo de esa Semana Santa!
¡Qué fantásticos recuerdos tengo de mi Sevilla!
Adela Montoya Morón.
Foto: Todos los hermanos vestidos para la Feria de Sevilla.

La Academia de Enrique estaba en una placita de un ensanche de la calle Espíritu Santo, en el barrio de La Macarena. Era costumbre en Sevilla que las niñas aprendieran a bailar bien al menos las sevillanas. Pilar y yo ya las sabíamos bailar pero corrientitas, como cualquier chiquilla de Sevilla y mamá quiso que las bailáramos mejor y con ese “duende” andaluz y ese sentimiento que hay que sacar de dentro cuando se bailan.
El primer día que fuimos a la Academia, me quedé pasmada; aquello era una especie de cuchitri;, entrabas directamente de la calle a una habitación más o menos grandecita, en donde a todo alrededor había sillas y mucha gente sentadas en ellas. Personas de todas las edades. En un rincón dos guitarristas, dos muchachos que tocaban las palmas y “Enrique el cojo”. Cuando vi a Enrique, aún me quedé más pasmada…
Yo esperaba encontrarme con un bailarín alto y espigado como muchos que ya había visto, pero Enrique era todo lo contrario; un hombre bajo, gordo y además, el pobre, cojo de verdad de ahí su sobre nombre. Tenía una pierna 15 centímetros más corta que la otra y calzaba una bota con un alza para estar nivelado, pero cuando andaba su cojera se notaba claramente. Por si fuera poco tenía una cadera más alta que la otra. El pobrecillo había nacido así.
Pensé para mis adentros, ¿Cómo es posible que un hombre con ese gran problema físico pudiese bailar y dar clases?...
Entramos, nos presentamos y nos dijo "¡Ah! Sois las Montoyitas… Sí, a vuestra madre la conozco desde chica, porque es sobrina de Doña Enriqueta Morón, hermana de vuestro abuelo y es vecina mía que, como sabréis, vive aquí en la calle Espíritu Santo. Por cierto es una señora graciosísima, siempre que la veo charlamos un rato y me rio muchísimo con ella… Bueno, pues Enriquetita, vuestra madre, os apuntó a mis clases. Sentaros un ratito y así veis como bailan los demás; id tomando nota que luego empezaré con vosotras".
Y nos sentamos.
De verdad que nunca hubiese imaginado, que una persona tan contrahecha pudiese bailar como ese hombre… Bailando, ¡No se le notaba que fuera cojo!... ¡Y cómo lo hacía! Era asombroso cómo movía los brazos y las manos, con un encanto muy especial. Nunca había visto mover las manos como él lo hacía; con una elegancia y una gracia increíbles.
Así empezaron nuestras clases. Nos ponía de pié y con él delante; primero nos enseñó a mover los brazos y las manos, al fondo el guitarrista tocaba la guitarra, para que aprendiéramos a moverlos al compás de la música. Luego nos fue enseñando los pasos y al final aprendimos con mucho mejor estilo a bailar las cuatro sevillanas.
Recuerdo que luego en casa ensayaba aunque fuese sola. Me gustaba tanto que Enrique me dijo que me comprara unas castañuelas y me enseñó a bailarlas tocando los “palillos”, como él las llamaba. Mamá me compró unas castañuelas de madera de Granadillo, que eran las mejores, y Enrique me enseñó a tocarlas y a bailar tocándolas. Aún las conservo y siempre que las veo me acuerdo de toda aquella época…
Además de las sevillanas, nos enseñó a bailar fandanguillos de Huelva, soleares, farrucas, bulerías, tanguillos, rumbas y alegrías de Cádiz. Me gustaba bailar soleares, porque aunque era un baile serio, al final te arrancabas por bulerías y terminaban con un zapateado estupendo. Y las rumbas o rumbillas de Cádiz, tan graciosas y movidas, donde entraba todo el juego de brazos, hombros, caderas y piernas y donde tenías que sacar tu sangre andaluza con gracia. O las alegrías de Cádiz tan movidas y variadas como su nombre indica, salero y alegría, como el que tiene su gente.
En fin, descubrí mi propio “duende” al poner todo mi interés en aprender. Me entusiasmó desde el primer momento y se me daba bien. Me encantaba bailar.
Tenía gracia porque Enrique hacía sus diferenciaciones. A las que aprendían para ser luego profesionales, les dejaba que sacaran su propio estilo, pero a las señoritas, como él nos llamaba, nos enseñaba de otra forma; no nos permitía gestos con la cara, ni brusquedades ni la más mínima ordinariez en los movimientos, teníamos que movernos con suavidad, pero flamencamente y con elegancia; la espalda recta, la cabeza alta, los brazos y las manos, como él decía “como si estuvieseis cogiendo mariposas volando pero sin romperlas”. “Y con la sonrisa en la cara; tened en cuenta que al bailar hay que hacerlo queriendo a nuestra tierra, hay que sacar del alma nuestros sentimientos que son la alegría y la gracia”.
Llegué a tenerle un gran cariño a Enrique, aprendimos y luego nos fuimos a Venezuela.
Muchos años después volví a verlo. Recuerdo que era una Semana Santa y estábamos en la iglesia de San Bernardo. Ricardo era hermano de esa Hermandad y allí me encontré a Enrique sentado en un banco. Lo reconocí enseguida, perecía mentira pero no había cambiado casi nada.
Me acerqué a saludarlo y él al verme me dijo "¿Montoyita?... ¡Eres Adela!" Le di un abrazo, me preguntó por toda mi familia. Me emocionó verle y que me recordara después de tanto tiempo, ¡Cómo podía acordarse! Me preguntó si había seguido bailando, le dije que por supuesto, en todos los sitios en donde he vivido; en Sevilla, en Madrid, en Caracas, en Irán, en Egipto, en todos lados… me sonrió y me dijo:
- ¡Has ido sevillaneando! ¿Eh?
- Pues sí, Enrique, eso he hecho,. Y me ha gustado hacerlo siempre que he podido.
Al despedirnos me dijo: "Adelilla, no dejes de bailar, eres de las niñas que recuerdo que supo sacar ese “duende” andaluz que llevamos dentro".
Y es cierto, lo llevo dentro, aunque ya no pueda bailar… Pero lo siento dentro, bailando por mí.
Esa Semana Santa no se me olvidará nunca, no solamente por el encuentro de Enrique. Hubo algo que no había visto en otras ocasiones mientras viví en Sevilla y que me emocionó profundamente.
En la madrugada del Viernes Santo, con unos amigos, fuimos siguiendo el Paso de Palio de la Virgen de La Macarena, y en la calle Feria, en la iglesia de San Juan de la Palma, con sus puertas abiertas tenían el Paso de la Virgen de la Amargura mirando a la calle. Yo estaba muy cerquita y vi lo más bonito que hubiera imaginado nunca.
Al llegar La Macarena a la puerta de la iglesia, los costaleros la volvieron de cara a La Amargura; y los costaleros de la Amargura acercaron a su Virgen hacia ella. Y ya cerca la una de la otra las empezaron a mecer mientras tocaban la marcha procesional de La Macarena, las retiraban y las acercaban… Todo muy despacito, les bajaban con suavidad el frente de los pasos, como si se hicieran saludos, las volvían a mecer y así un buen rato…
Yo no me lo podía creer, y exclamaba, ¡Dios mío, qué preciosidad! ¿Cómo siendo de aquí no había visto esto nunca? ¡Nunca he visto nada igual, dos vírgenes saludándose, es una maravilla.
Un señor que estaba a mi lado me dijo:
- "Señora, ¿No lo había visto antes? ¡Cómo no se van a saludar, si son hermanas!"
Me hizo gracia, cualquiera le decía a ese señor que solo había una Virgen María. El señor se me quedó mirando y me dijo:
- "Señora, todas las Vírgenes son preciosas y todas son muy importantes, pero cuando pasa La Macarena por ésta calle, tan cerquita de su casa, que está aquí detrás, ¡cómo no va a salir La Amargura a saludar a su hermana mayor! ¡Lo tiene que hacer, por cariño de hermana y por respeto! ¡Pues no faltaría más!
Y mientras el señor me hablaba emocionado, ya con el saludo de las dos Vírgenes terminado, el paso de La Macarena se volvió para retirarse y marcharse y entonces acercaron un poco más el paso de la Virgen de La Amargura y tocaron su marcha, la de La Amargura, para despedirla. Realmente me emocioné mucho, muchísimo.
Me quedé mirando al señor y le sonreí diciéndole:
- Es verdad, tiene usted toda la razón señor. Le aseguro que esto no lo olvidaré nunca…
Y es cierto, nunca lo he olvidado. Este hombre tenía esas creencias muy fuertemente convencidas y yo no era nadie para discutirle nada...
¡Qué recuerdos tan maravillosos tengo de esa Semana Santa!
¡Qué fantásticos recuerdos tengo de mi Sevilla!
Adela Montoya Morón.
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Mi primer colegio
-
En la foto, de izquierda a derecha: Pilar, Nata y yo.
Me faltaban casi dos meses para cumplir 4 años cuando empecé a ir a Parbulitos en el Colegio de Las Concepcionistas de Sevilla. Pilar tampoco había cumplido los 5 años y Nata era muy pequeñita, solo tenía 11 meses menos que yo. Mamá después de tener a sus tres hijas “mayores” había tenido a Pepe, y estaba embarazada de Chipu…
Todo esto me lo contó mi madre algunos años después, yo era muy pequeña, y solo recuerdo algunas cosas que me pudieron impactar y las retuve en la memoria.
Éramos un trío graciosísimo, perfectamente uniformadas, nuestro abrigo era una Capa, el uniforme creo que era marrón, como la capa, llevábamos botas, la carterita del cole y dentro una pizarrita, un pizarrín y el CATÓN, el primer librito que había entonces para aprender a leer.
Dicen que los niños no tienen memoria hasta los 5 ó 6 años, pero yo recuerdo algunas cosas de ese Colegio, un gran patio donde jugábamos, una clase llena de muñecos, unas pizarras grandes en la pared, lápices de colores que podíamos usar cuando estábamos allí, unos cuadernos donde garabateábamos letras números y dibujos; cualquier garabato, nos parecía una obra de arte, ¡claro!... Y sobre todo recuerdo con verdadero cariño a la madre Loreto, la monjita de mi clase que me quería mucho porque le caí en “gracia”.
La madre Loreto era cariñosísima y tenía una santa paciencia maternal. Para mí era otra mamá. Por lo visto (según me han contado) yo era muy graciosa y ocurrente. La monjita me enseñó el CATÓN y yo muy atenta iba repitiendo palabra por palabra lo que ella con su santa paciencia me iba enseñando. Me fijaba en las palabras que ella me iba señalando con su dedo e iba leyendo y las repetía sin equivocarme, prestando muchísima atención. De esa manera me aprendí de memoria el CATÓN, por supuesto no aprendí a leer, pero sí a distinguir por los dibujos y las formas, si eran números o letras…
La madre Loreto me dijo un día (de broma, claro) ¡Adelita, ya sabes leer! Y me puse contentísima y al llegar a casa de mis abuelos, eufórica, dije, ¡¡Ya ze leeeee!!... Y sacando el CATÓN de mi carterita, lo abrí y empecé a hacer mi demostración copiando exactamente a la monjita, y marcando con mi dedo palabra por palabra… “mi mamá me ama, mi mamá me mima, yo amo a mi mamá” Mi madre exclamó ¡Oh, mi niña, que bien lee, con lo pequeña que es! Y yo cada vez más satisfecha… Hasta que al pasar otra hoja dije, “Aquí dezía macho muchacho, pero za doto la hoja”… Todos se rieron porque se dieron cuenta de que me lo había aprendido de memoria, ¡Cómo iba a saber leer a esa edad!… pero me aplaudieron, con lo que sintiéndome protagonista, me puse muy contenta y también me reí.
Me contaba mi madre que cuando hacía alguna cosa bien siempre esperaba de todos la aprobación general, y que era muy difícil o casi imposible que me conformara con una desaprobación de ellos, si no se pasaban un buen rato demostrándome que llevaban razón… Bastante cabezota desde muy pequeña… Sin embargo, era capaz de reconocerlo cuando de verdad sabía por mi mala conciencia, que algo malo había hecho, y pedir perdón. Eso siempre, aunque me costara pasarme un buen rato enfadada y con el ceño fruncido, era una niña muy trasto, pero noblota.
Por lo visto la Superiora de todos los colegios de Las Concepcionistas, iba a hacer una visita al colegio de Sevilla, y las monjas muy revolucionadas estaban preparando una serie de actos en los que participasen niñas de todas las clases y de distintas edades. La madre Loreto decidió que yo tenía que hacer algo especial y con su bendita paciencia me preparó para que yo también tuviera mi actuación en esa fiesta.
El “numerito” era el siguiente; Mi monjita me hacía la pregunta, Adelita, ¿Quién descubrió América? Y la respuesta era, América, llamada también el Nuevo Mundo, fue descubierta por Cristóbal Colón… Y con varios ensayos, terminé aprendiéndomelo de memoria.
Un día en casa de mis abuelos mi tío Pepe me oyó contarlo, se acercó a mí y me pidió que se lo repitiera, y me dijo, no Adelita, eso está mal, lo tienes que decir de esta otra manera, que es como se debe decir… (Tío Pepe era muy guasón) y me cambió el texto por completo…
¿Quién descubrió América? “América llamada también el huevo frito, fue descubierta por la Madre Loreto Moco”….
Para mí lo que decía mi querido tío Pepe era sagrado y así lo repetí el día de las actuaciones, delante de la Madre Superiorísima, toda la comunidad, padres de alumnas, en fin de todos los que estaban allí reunidos… ante el asombro y el desconcierto de la Madre Loreto, y la carcajada general de todos los asistentes.
Mi madre, muchos años después, contándome todo esto me dijo, hija, fue tanto lo que se rieron, que hubo un momento en que pensé ¡Dios mío, se va a asustar y va a coger una perreta de las suyas…! pero luego empezaron a aplaudir y se te cambió la cara, dejaste de hacer pucheros, para ponerte a dar saltos y vueltas, como una loca y a reírte también llena de nervios.
Naturalmente de todo esto, yo no me puedo acordar. Lo sé porque me lo han contado muchísimas veces, no solamente mi madre, si no mis abuelos y mis tíos.
Bebí ser un buen elemento… por lo visto era muy cómica…
De mis tres hijos, las dos niñas son, aunque muy alegres, y de carácter delicioso, mucho más serias que su madre, más formalitas y todo eso… ¡Bueno!... Salen a su padre, que también ha tenido que ver… Sin embargo mi hijo Ricardo es graciosísimo desde chico y muy trasto. Recuerdo que me decía mi madre, es igual que tú cuando eras pequeña…
Y yo pensaba… ¡Mejor para él! Un carácter alegre y movido desde pequeños, después de adultos es lo mejor…
En la foto, de izquierda a derecha: Pilar, Nata y yo.

Todo esto me lo contó mi madre algunos años después, yo era muy pequeña, y solo recuerdo algunas cosas que me pudieron impactar y las retuve en la memoria.
Éramos un trío graciosísimo, perfectamente uniformadas, nuestro abrigo era una Capa, el uniforme creo que era marrón, como la capa, llevábamos botas, la carterita del cole y dentro una pizarrita, un pizarrín y el CATÓN, el primer librito que había entonces para aprender a leer.
Dicen que los niños no tienen memoria hasta los 5 ó 6 años, pero yo recuerdo algunas cosas de ese Colegio, un gran patio donde jugábamos, una clase llena de muñecos, unas pizarras grandes en la pared, lápices de colores que podíamos usar cuando estábamos allí, unos cuadernos donde garabateábamos letras números y dibujos; cualquier garabato, nos parecía una obra de arte, ¡claro!... Y sobre todo recuerdo con verdadero cariño a la madre Loreto, la monjita de mi clase que me quería mucho porque le caí en “gracia”.
La madre Loreto era cariñosísima y tenía una santa paciencia maternal. Para mí era otra mamá. Por lo visto (según me han contado) yo era muy graciosa y ocurrente. La monjita me enseñó el CATÓN y yo muy atenta iba repitiendo palabra por palabra lo que ella con su santa paciencia me iba enseñando. Me fijaba en las palabras que ella me iba señalando con su dedo e iba leyendo y las repetía sin equivocarme, prestando muchísima atención. De esa manera me aprendí de memoria el CATÓN, por supuesto no aprendí a leer, pero sí a distinguir por los dibujos y las formas, si eran números o letras…
La madre Loreto me dijo un día (de broma, claro) ¡Adelita, ya sabes leer! Y me puse contentísima y al llegar a casa de mis abuelos, eufórica, dije, ¡¡Ya ze leeeee!!... Y sacando el CATÓN de mi carterita, lo abrí y empecé a hacer mi demostración copiando exactamente a la monjita, y marcando con mi dedo palabra por palabra… “mi mamá me ama, mi mamá me mima, yo amo a mi mamá” Mi madre exclamó ¡Oh, mi niña, que bien lee, con lo pequeña que es! Y yo cada vez más satisfecha… Hasta que al pasar otra hoja dije, “Aquí dezía macho muchacho, pero za doto la hoja”… Todos se rieron porque se dieron cuenta de que me lo había aprendido de memoria, ¡Cómo iba a saber leer a esa edad!… pero me aplaudieron, con lo que sintiéndome protagonista, me puse muy contenta y también me reí.
Me contaba mi madre que cuando hacía alguna cosa bien siempre esperaba de todos la aprobación general, y que era muy difícil o casi imposible que me conformara con una desaprobación de ellos, si no se pasaban un buen rato demostrándome que llevaban razón… Bastante cabezota desde muy pequeña… Sin embargo, era capaz de reconocerlo cuando de verdad sabía por mi mala conciencia, que algo malo había hecho, y pedir perdón. Eso siempre, aunque me costara pasarme un buen rato enfadada y con el ceño fruncido, era una niña muy trasto, pero noblota.
Por lo visto la Superiora de todos los colegios de Las Concepcionistas, iba a hacer una visita al colegio de Sevilla, y las monjas muy revolucionadas estaban preparando una serie de actos en los que participasen niñas de todas las clases y de distintas edades. La madre Loreto decidió que yo tenía que hacer algo especial y con su bendita paciencia me preparó para que yo también tuviera mi actuación en esa fiesta.
El “numerito” era el siguiente; Mi monjita me hacía la pregunta, Adelita, ¿Quién descubrió América? Y la respuesta era, América, llamada también el Nuevo Mundo, fue descubierta por Cristóbal Colón… Y con varios ensayos, terminé aprendiéndomelo de memoria.
Un día en casa de mis abuelos mi tío Pepe me oyó contarlo, se acercó a mí y me pidió que se lo repitiera, y me dijo, no Adelita, eso está mal, lo tienes que decir de esta otra manera, que es como se debe decir… (Tío Pepe era muy guasón) y me cambió el texto por completo…
¿Quién descubrió América? “América llamada también el huevo frito, fue descubierta por la Madre Loreto Moco”….
Para mí lo que decía mi querido tío Pepe era sagrado y así lo repetí el día de las actuaciones, delante de la Madre Superiorísima, toda la comunidad, padres de alumnas, en fin de todos los que estaban allí reunidos… ante el asombro y el desconcierto de la Madre Loreto, y la carcajada general de todos los asistentes.
Mi madre, muchos años después, contándome todo esto me dijo, hija, fue tanto lo que se rieron, que hubo un momento en que pensé ¡Dios mío, se va a asustar y va a coger una perreta de las suyas…! pero luego empezaron a aplaudir y se te cambió la cara, dejaste de hacer pucheros, para ponerte a dar saltos y vueltas, como una loca y a reírte también llena de nervios.
Naturalmente de todo esto, yo no me puedo acordar. Lo sé porque me lo han contado muchísimas veces, no solamente mi madre, si no mis abuelos y mis tíos.
Bebí ser un buen elemento… por lo visto era muy cómica…
De mis tres hijos, las dos niñas son, aunque muy alegres, y de carácter delicioso, mucho más serias que su madre, más formalitas y todo eso… ¡Bueno!... Salen a su padre, que también ha tenido que ver… Sin embargo mi hijo Ricardo es graciosísimo desde chico y muy trasto. Recuerdo que me decía mi madre, es igual que tú cuando eras pequeña…
Y yo pensaba… ¡Mejor para él! Un carácter alegre y movido desde pequeños, después de adultos es lo mejor…
Confundidos por matrimonio
-
En 1.992, viviendo en Gran Canaria me ocurrió una cosa muy divertida.
Mi padre estuvo viviendo sus dos últimos años conmigo. Se había vuelto a casar en Venezuela con Magdalena, una señora muy petardo que… Bueno… Esa es otra historia que merece un capítulo aparte. El caso es que mi padre que había llegado muy malito de Venezuela, después de que le diagnosticaran en Madrid la enfermedad de celíaco, me lo había llevado conmigo y en poco tiempo se había recuperado y ganado peso, el pobrecito. Había perdido 20 quilos.
Tuve mucho cuidado de que no tomara gluten, que era lo que su enfermedad le prohibía. Llegó a mi casa en diciembre y en poco tiempo ya estaba como una rosa. Mi hermano Luis, que vive en Bruselas, fue incontables veces a verlo y en una ocasión que había ido, ya con papá muy recuperado, fuimos los cuatro al sur a pasar el día a Playa del Inglés, esa enorme e interminable y fantástica playa de Gran Canaria, a la que íbamos mucho.
Al llegar nos abordó un chico y nos dio un sobrecito preguntándonos si éramos matrimonio. Le dijimos que sí, pensando que se refería a mi padre y a Magdalena, pero él creyó que éramos dos matrimonios. Abrimos el sobrecito y nos había tocado un viaje a París para visitar Disney, pero teníamos que ir a Anfi Beach, un complejo de apartamentos muy conocido.
Cuando llegó la hora de comer nos fuimos de la playa para ir allí y comer en esa otra playa, ver todo el asunto y enterarnos de qué se trataba, ya que el premio era nuestro.
Nos fuimos los cuatro autopista por delante hasta llegar a Anfi Beach. Allí habían hecho un precioso complejo de multipropiedad con toda clase de instalaciones completas y fabulosas. El complejo era una maravilla.
Nos sentamos a comer y luego nos fuimos a una terraza del mismo complejo a tomar café. Apareció un chico, joven y guapetón, peninsular, que era el que nos habían asignado para hablarnos de toda esta historia.
Ya habíamos hablado mi hermano y yo de que nos habían confundido con un matrimonio, cosa que nos había dado mucha risa, pero claro, para cobrar el “premio” tendríamos que seguir con el “paripé” y nos habíamos advertido mutuamente tomárnoslo en serio y hacerlo bien para que nuestro agente de ventas se lo creyera y no nos echaran de allí con el rabillo entre las piernas y encima quedando en ridículo. Nos prometimos mutuamente una perfecta coordinación y no decir ni hacer nada que nos delatase, ya que los dos, Luisón y yo, siempre estábamos con la guasa a flor de piel. Mi padre y Magdalena debían estar calladitos y no meter la pata delatándonos y la verdad es que se portaron muy bien.
El agente se presentó. El chico era amabilísimo y nos empezó a hablar del asunto. Era para que compráramos 1 ó 2 semanas, o las que quisiéramos, de Multipropiedad en ese complejo de Anfi Beach. Después de contarnos las condiciones, etc, etc, nos fuimos los cuatro detrás de él para que nos enseñara todo.
Era una maravilla todo el complejo entero, con unas instalaciones lujosas y completísimas y los apartamentos increíblemente bonitos y preciosamente amueblados con un gusto exquisito. Había de tres tamaños: 1, 2 y 3 dormitorios y claro, yo me fijé en el de 3, pensando en mis tres hijos, y Luisón también, pensando en sus dos hijos, chico y chica.
Después de ver toda aquella maravilla de lujos lujosísimos, volvimos a sentarnos en la terraza para charlar de todo el asunto. Yo veía que el agente, que también se llamaba Luis, nos miraba mucho a los dos. Antes le había preguntado a mi padre si a ellos les interesaría comprar allí, pero papá le dijo que vivían en Venezuela y que solo estaban pasando unas vacaciones con sus hijos. Sobre todo me miraba a mí, seguramente extrañado de la diferencia de edad, ya que le llevo a mi hermano 8 años y además de eso, después de haberme bañado en el mar, con mis pelos mojados todavía, mis pintas eran innobles y mi vestimenta propia de la playa.
Nosotros, mi hermano y yo, seguimos fingiéndonos matrimonio sin problemas y Luis, el agente, empezó a hacernos las preguntas de rigor; que si nos gustaba el complejo, con los apartamentos, las instalaciones y las condiciones. A todo le contestamos los dos que sí y mucho (al mismo tiempo) Nos preguntó si nos interesaría comprar alguna semana.
Y ahí fue cuando empezó el lío.
Luisón decía que una solamente y yo decía que con una no tenía bastante, que eso no era nada, que estaba acostumbrada a tener 30 días de vacaciones y que para una semana no me merecía la pena trasladarme con mis hijos (porque además podías escoger esa semana en cualquier otro país que tuviera Complejo turístico de esa multipropiedad) . Y mi hermano dijo:
- Bueno, tenemos una casa en Ibiza, Adela, no te olvides…
- ¡Ah, es verdad! - respondí. Era verdad que mi hermano tenía un piso en Ibiza. Y añadí convencida-: ¿Ves Luis, para que queremos una playa? Porque playa no necesitaríamos, para eso escogemos cualquier otro país del mundo que no tenga playa…
Naturalmente, como suele pasarme cuando meto la pata, se me empezó a poner esa cara que se pone cuando no sabes cómo arreglarlo y te quedas con pocos argumentos para seguir. En mi caso es poner cara de tonta, con la vista perdida, los ojos muy abiertos y con expresión de desconcierto… Pero en este caso era peor; yo no debía delatarme.
El agente nos preguntó ¿Cuántos hijos tenéis? Y ahí fue cuando la cagamos del todo.
- ¡Tres! -dije yo.
- ¡Dos! -dijo Luisón al mismo tiempo.
Y yo viendo que me había cogido los dedos dije, sí, sí, tenemos solo dos hijos, dejándome a mi hija Adela fuera de mi vida. ¡Oh Dios mío, mi niñita de mi alma me la había quitado de encima de un soplo!
El agente, viendo nuestras caras de desconcierto empezó a “olerse” algo porque claro, mi hermano puso la misma cara que yo y nos mirábamos con ojos interrogantes como diciéndonos ¡A ver cómo demonios arreglamos esto! Pero nosotros seguimos como si nada con nuestros disimulos echándole valor al asunto y seguimos venga a charlar y a planificar, hasta que el chico, oyéndonos , muy atento lo que comentábamos dijo: Vosotros no vais a comprar nada, ¿Verdad?
Y claro, qué íbamos a decir ya. Los dos al mismo tiempo dijimos: Pues mira, no, mejor que no, porque para una semana no nos compensa.
Yo, para “arreglar” el asunto, añadí: La verdad es que yo compraría 2 ó 3 meses, no 1 ó 2 semanas… ¡Eso sería estupendo!
Y Luis, mi “marido” contestó: Sí, Adela, pero yo solo tengo un mes de vacaciones, no tres meses. Yo solo pude decir: Sí, es verdad, ¡Que tonta soy!...
Así quedó la cosa, el chico se despidió muy educadamente y nosotros nos fuimos. Supongo que el agente echaría sapos y culebras por esa boca cuando nos perdió de vista y a mí me dio cargo de conciencia haberle hecho perder la tarde con una posible venta. Pero así fue.
Ya en el coche no nos pudimos aguantar más la risa y fuimos los cuatro hasta casa a carcajadas limpias.
En mi casa se lo contamos a Adela y ella dijo: ¡Vaya, madre! O sea, que me sacaste en un soplo de tu vida… Pero… ¿Y a donde me mandaste mamá? Y solo le pude contestar entre risas, ¡Hija, te devolví a la mente Divina!
Eso fue lo que ocurrió. Siempre que lo recordamos Luis y yo, nos reímos mucho. El premio del viaje era cierto. Luis se llevó el sobrecito, porque a mí desde Canarias y con mi padre en casa recuperándose no se me antojaba ni hubiera podido ir. La verdad, para ver muñequitos de Disney…
Aunque lo pensé más tarde, hubiera sido muy divertido el viaje con todos y la familia de mi hermanito. Luisón es una delicia de hermano, divertido y cariñoso, los dos nos llevamos de maravilla… Raquel, su mujer, es encantadora y sus hijos, Luisete y Alicia, son geniales…
Es cierto, habría sido un viaje que no hubiéramos olvidado nunca…
Adela Montoya Morón.
En 1.992, viviendo en Gran Canaria me ocurrió una cosa muy divertida.
Mi padre estuvo viviendo sus dos últimos años conmigo. Se había vuelto a casar en Venezuela con Magdalena, una señora muy petardo que… Bueno… Esa es otra historia que merece un capítulo aparte. El caso es que mi padre que había llegado muy malito de Venezuela, después de que le diagnosticaran en Madrid la enfermedad de celíaco, me lo había llevado conmigo y en poco tiempo se había recuperado y ganado peso, el pobrecito. Había perdido 20 quilos.
Tuve mucho cuidado de que no tomara gluten, que era lo que su enfermedad le prohibía. Llegó a mi casa en diciembre y en poco tiempo ya estaba como una rosa. Mi hermano Luis, que vive en Bruselas, fue incontables veces a verlo y en una ocasión que había ido, ya con papá muy recuperado, fuimos los cuatro al sur a pasar el día a Playa del Inglés, esa enorme e interminable y fantástica playa de Gran Canaria, a la que íbamos mucho.
Al llegar nos abordó un chico y nos dio un sobrecito preguntándonos si éramos matrimonio. Le dijimos que sí, pensando que se refería a mi padre y a Magdalena, pero él creyó que éramos dos matrimonios. Abrimos el sobrecito y nos había tocado un viaje a París para visitar Disney, pero teníamos que ir a Anfi Beach, un complejo de apartamentos muy conocido.
Cuando llegó la hora de comer nos fuimos de la playa para ir allí y comer en esa otra playa, ver todo el asunto y enterarnos de qué se trataba, ya que el premio era nuestro.
Nos fuimos los cuatro autopista por delante hasta llegar a Anfi Beach. Allí habían hecho un precioso complejo de multipropiedad con toda clase de instalaciones completas y fabulosas. El complejo era una maravilla.
Nos sentamos a comer y luego nos fuimos a una terraza del mismo complejo a tomar café. Apareció un chico, joven y guapetón, peninsular, que era el que nos habían asignado para hablarnos de toda esta historia.
Ya habíamos hablado mi hermano y yo de que nos habían confundido con un matrimonio, cosa que nos había dado mucha risa, pero claro, para cobrar el “premio” tendríamos que seguir con el “paripé” y nos habíamos advertido mutuamente tomárnoslo en serio y hacerlo bien para que nuestro agente de ventas se lo creyera y no nos echaran de allí con el rabillo entre las piernas y encima quedando en ridículo. Nos prometimos mutuamente una perfecta coordinación y no decir ni hacer nada que nos delatase, ya que los dos, Luisón y yo, siempre estábamos con la guasa a flor de piel. Mi padre y Magdalena debían estar calladitos y no meter la pata delatándonos y la verdad es que se portaron muy bien.
El agente se presentó. El chico era amabilísimo y nos empezó a hablar del asunto. Era para que compráramos 1 ó 2 semanas, o las que quisiéramos, de Multipropiedad en ese complejo de Anfi Beach. Después de contarnos las condiciones, etc, etc, nos fuimos los cuatro detrás de él para que nos enseñara todo.

Después de ver toda aquella maravilla de lujos lujosísimos, volvimos a sentarnos en la terraza para charlar de todo el asunto. Yo veía que el agente, que también se llamaba Luis, nos miraba mucho a los dos. Antes le había preguntado a mi padre si a ellos les interesaría comprar allí, pero papá le dijo que vivían en Venezuela y que solo estaban pasando unas vacaciones con sus hijos. Sobre todo me miraba a mí, seguramente extrañado de la diferencia de edad, ya que le llevo a mi hermano 8 años y además de eso, después de haberme bañado en el mar, con mis pelos mojados todavía, mis pintas eran innobles y mi vestimenta propia de la playa.
Nosotros, mi hermano y yo, seguimos fingiéndonos matrimonio sin problemas y Luis, el agente, empezó a hacernos las preguntas de rigor; que si nos gustaba el complejo, con los apartamentos, las instalaciones y las condiciones. A todo le contestamos los dos que sí y mucho (al mismo tiempo) Nos preguntó si nos interesaría comprar alguna semana.
Y ahí fue cuando empezó el lío.
Luisón decía que una solamente y yo decía que con una no tenía bastante, que eso no era nada, que estaba acostumbrada a tener 30 días de vacaciones y que para una semana no me merecía la pena trasladarme con mis hijos (porque además podías escoger esa semana en cualquier otro país que tuviera Complejo turístico de esa multipropiedad) . Y mi hermano dijo:
- Bueno, tenemos una casa en Ibiza, Adela, no te olvides…
- ¡Ah, es verdad! - respondí. Era verdad que mi hermano tenía un piso en Ibiza. Y añadí convencida-: ¿Ves Luis, para que queremos una playa? Porque playa no necesitaríamos, para eso escogemos cualquier otro país del mundo que no tenga playa…
Naturalmente, como suele pasarme cuando meto la pata, se me empezó a poner esa cara que se pone cuando no sabes cómo arreglarlo y te quedas con pocos argumentos para seguir. En mi caso es poner cara de tonta, con la vista perdida, los ojos muy abiertos y con expresión de desconcierto… Pero en este caso era peor; yo no debía delatarme.
El agente nos preguntó ¿Cuántos hijos tenéis? Y ahí fue cuando la cagamos del todo.
- ¡Tres! -dije yo.
- ¡Dos! -dijo Luisón al mismo tiempo.
Y yo viendo que me había cogido los dedos dije, sí, sí, tenemos solo dos hijos, dejándome a mi hija Adela fuera de mi vida. ¡Oh Dios mío, mi niñita de mi alma me la había quitado de encima de un soplo!
El agente, viendo nuestras caras de desconcierto empezó a “olerse” algo porque claro, mi hermano puso la misma cara que yo y nos mirábamos con ojos interrogantes como diciéndonos ¡A ver cómo demonios arreglamos esto! Pero nosotros seguimos como si nada con nuestros disimulos echándole valor al asunto y seguimos venga a charlar y a planificar, hasta que el chico, oyéndonos , muy atento lo que comentábamos dijo: Vosotros no vais a comprar nada, ¿Verdad?
Y claro, qué íbamos a decir ya. Los dos al mismo tiempo dijimos: Pues mira, no, mejor que no, porque para una semana no nos compensa.
Yo, para “arreglar” el asunto, añadí: La verdad es que yo compraría 2 ó 3 meses, no 1 ó 2 semanas… ¡Eso sería estupendo!
Y Luis, mi “marido” contestó: Sí, Adela, pero yo solo tengo un mes de vacaciones, no tres meses. Yo solo pude decir: Sí, es verdad, ¡Que tonta soy!...
Así quedó la cosa, el chico se despidió muy educadamente y nosotros nos fuimos. Supongo que el agente echaría sapos y culebras por esa boca cuando nos perdió de vista y a mí me dio cargo de conciencia haberle hecho perder la tarde con una posible venta. Pero así fue.
Ya en el coche no nos pudimos aguantar más la risa y fuimos los cuatro hasta casa a carcajadas limpias.
En mi casa se lo contamos a Adela y ella dijo: ¡Vaya, madre! O sea, que me sacaste en un soplo de tu vida… Pero… ¿Y a donde me mandaste mamá? Y solo le pude contestar entre risas, ¡Hija, te devolví a la mente Divina!
Eso fue lo que ocurrió. Siempre que lo recordamos Luis y yo, nos reímos mucho. El premio del viaje era cierto. Luis se llevó el sobrecito, porque a mí desde Canarias y con mi padre en casa recuperándose no se me antojaba ni hubiera podido ir. La verdad, para ver muñequitos de Disney…
Aunque lo pensé más tarde, hubiera sido muy divertido el viaje con todos y la familia de mi hermanito. Luisón es una delicia de hermano, divertido y cariñoso, los dos nos llevamos de maravilla… Raquel, su mujer, es encantadora y sus hijos, Luisete y Alicia, son geniales…
Es cierto, habría sido un viaje que no hubiéramos olvidado nunca…
Adela Montoya Morón.
A caballo en Jerez
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En 1.956, cuando vine de Venezuela con mi madre, que estaba malita, después de la Feria de Sevilla a la que invité a mi prima Mª Carmen Ruiz de Velasco, ella me invitó a la de Jerez que se celebraba unos cuantos días después.
Me dijo que me enseñaría a montar a caballo, ella era una magnífica amazona y yo no había montado nunca. Tenía entonces 16 años.
Me llevó a una finca de su madre que se llamaba Las Manoteras; era enorme y con un caserío precioso. Criaban caballos, con los que había muchos para poder escoger. Le pedí que me ensillasen el más manso de todos porque a mí me daba miedo y me prepararon un caballo blanco, viejo, que había sido un gran semental, pero que ya tenía un montón de años. Monté.
Mª Carmen montaba en el suyo que era un precioso caballo castaño, joven y con mucho brío. Después de darme toda clase de instrucciones y recomendaciones de cómo tenía que sujetar las riendas, me dijo que le picara espuelas para que el caballo arrancara. A mí me daba pena clavarle las espuelas en su castigada barriga ya que le veía como unas cicatrices, pero ella le dio una palmada en el culo y el pobre caballo se empezó a mover. Yo iba despacito; como no sabía montar no pensaba hacer ninguna tontería y Mª Carmen trotaba y galopaba por el campo como la buena amazona que era.
Al rato veo que mi caballo se para en seco, se abre de patas y oigo un ruido… ¡estaba meando! Tuve que levantar las piernas para que no me salpicara y me dio un asco espantoso. El animal cuando terminó siguió andando pero se conoce que se estaba aburriendo con la sosa amazona que lo había montado y de repente, sin yo esperarlo, giró hacia un lado y empezó a trotar… ¡Oh, Dios mío! ¡Eso no lo tenía previsto yo! Me habría conformado con un suave paseíto en mi pacífico animal, pero él seguía entusiasmado con su trote y yo por más que frenaba con las riendas no me hacía ningún caso. Mi prima vino al galope a mi encuentro; estaba muy lejos pero no tardó en llegar y acudir en mi ayuda. Yo saltaba en el caballo, no sabía llevar el ritmo de mis saltos pero las riendas no las quise soltar ¡claro!
El viejo caballo, tan entusiasmado estaba con su trote, que oyendo el galope de su compañero y amigo, empezó a galopar también… Mi prima me gritaba: ¡frena, baja las riendas, tira de ellas, bájale la cabeza! Pero yo que estaba llorando, gritando y aterrorizada, lo único que se me ocurrió hacer fue agarrarme con todas mis fuerzas al cuello del animal. Mis brazos eran dos tenazas, no me importaba si lo ahogaba, me importaba caerme y no estaba dispuesta a matarme. Yo gritaba y lloraba como una loca, pero el caballo no paraba. Se fue derecho al patio de las cuadras, conmigo soldada a su cuello. Mi cuerpo volaba de un lado para otro como se ven en los dibujos animados, pero yo seguía aferrada al animal.
El mozo de cuadras lo sujetó y el caballo del demonio, por fin se paró. El hombre quiso ayudarme a bajar pero yo no me pude mover, las manos las tenía entrelazadas y agarrotadas y no tenía fuerzas para soltarlas. Mi cara de pánico debía ser tal que el buen hombre me dijo; señorita, no le ha pasado nada, ya está usted aquí, déjeme que le ayude. Pero mis manos estaban soldadas entre sí y mis brazos estaban igualmente fundidos al cuello del caballo… El hombre con todo cuidado y delicadeza me fue separando los dedos y me solté pero fue para agarrarme a su cuello sin parar de llorar, con lo que él muy paternalmente me llevó en brazos y me sentó en un banco, hasta que me calmé. ¡¡Qué miedo pasé!!
Mª Carmen incluso se reía y a mí maldita la gracia que me hizo. Ella me decía ¡ay Adela si vieras lo graciosa que estabas, te debía haber hecho una foto, estabas cómica! Pero cuando me calmé al final nos estuvimos riendo los tres un buen rato…
Cuando al día siguiente quiso llevarme a montar, me negué rotundamente. Ella quería que me pasease por el Real de la feria, decía que quería presumir de prima, pero yo no quise.
Lo que si hice fue montarme a la grupa con su hermano Eduardo y con todos sus amigos. Pasé una feria deliciosa montando en un caballo y en otro, segura de que me llevarían bien y con cuidado. Pero eso sí, me agarraba a los estómagos de los jinetes con tal fuerza que protestaban. Eduardo mi primo, me decía, ¡Niña, no me aprietes tan fuerte que no puedo respirar! A lo que yo decía, ¡pues te aguantas, no respires pero yo de aquí no me caigo!
Recuerdo lo bien que lo pase en esa Feria, agasajada por todos. ¡Qué buenos jinetes eran esos chicos acostumbrados a montar desde pequeños!
Ese año fue cuando conocí a Ricardo, aunque él no pisó la feria, ya que se había muerto un tío suyo. Luego por la tarde iba a verme a casa de mis tíos, y salíamos a dar una vuelta. Ese año fue cuando dijo “con esta mujer me caso yo”…
Y nos casamos 13 años después…
Muchos años después volví a montar a caballo en Egipto… Pero eso lo contaré otro día, porque es otra historia…
Adela Montoya Morón.
En 1.956, cuando vine de Venezuela con mi madre, que estaba malita, después de la Feria de Sevilla a la que invité a mi prima Mª Carmen Ruiz de Velasco, ella me invitó a la de Jerez que se celebraba unos cuantos días después.
Me dijo que me enseñaría a montar a caballo, ella era una magnífica amazona y yo no había montado nunca. Tenía entonces 16 años.
Me llevó a una finca de su madre que se llamaba Las Manoteras; era enorme y con un caserío precioso. Criaban caballos, con los que había muchos para poder escoger. Le pedí que me ensillasen el más manso de todos porque a mí me daba miedo y me prepararon un caballo blanco, viejo, que había sido un gran semental, pero que ya tenía un montón de años. Monté.
Mª Carmen montaba en el suyo que era un precioso caballo castaño, joven y con mucho brío. Después de darme toda clase de instrucciones y recomendaciones de cómo tenía que sujetar las riendas, me dijo que le picara espuelas para que el caballo arrancara. A mí me daba pena clavarle las espuelas en su castigada barriga ya que le veía como unas cicatrices, pero ella le dio una palmada en el culo y el pobre caballo se empezó a mover. Yo iba despacito; como no sabía montar no pensaba hacer ninguna tontería y Mª Carmen trotaba y galopaba por el campo como la buena amazona que era.
Al rato veo que mi caballo se para en seco, se abre de patas y oigo un ruido… ¡estaba meando! Tuve que levantar las piernas para que no me salpicara y me dio un asco espantoso. El animal cuando terminó siguió andando pero se conoce que se estaba aburriendo con la sosa amazona que lo había montado y de repente, sin yo esperarlo, giró hacia un lado y empezó a trotar… ¡Oh, Dios mío! ¡Eso no lo tenía previsto yo! Me habría conformado con un suave paseíto en mi pacífico animal, pero él seguía entusiasmado con su trote y yo por más que frenaba con las riendas no me hacía ningún caso. Mi prima vino al galope a mi encuentro; estaba muy lejos pero no tardó en llegar y acudir en mi ayuda. Yo saltaba en el caballo, no sabía llevar el ritmo de mis saltos pero las riendas no las quise soltar ¡claro!
El viejo caballo, tan entusiasmado estaba con su trote, que oyendo el galope de su compañero y amigo, empezó a galopar también… Mi prima me gritaba: ¡frena, baja las riendas, tira de ellas, bájale la cabeza! Pero yo que estaba llorando, gritando y aterrorizada, lo único que se me ocurrió hacer fue agarrarme con todas mis fuerzas al cuello del animal. Mis brazos eran dos tenazas, no me importaba si lo ahogaba, me importaba caerme y no estaba dispuesta a matarme. Yo gritaba y lloraba como una loca, pero el caballo no paraba. Se fue derecho al patio de las cuadras, conmigo soldada a su cuello. Mi cuerpo volaba de un lado para otro como se ven en los dibujos animados, pero yo seguía aferrada al animal.
El mozo de cuadras lo sujetó y el caballo del demonio, por fin se paró. El hombre quiso ayudarme a bajar pero yo no me pude mover, las manos las tenía entrelazadas y agarrotadas y no tenía fuerzas para soltarlas. Mi cara de pánico debía ser tal que el buen hombre me dijo; señorita, no le ha pasado nada, ya está usted aquí, déjeme que le ayude. Pero mis manos estaban soldadas entre sí y mis brazos estaban igualmente fundidos al cuello del caballo… El hombre con todo cuidado y delicadeza me fue separando los dedos y me solté pero fue para agarrarme a su cuello sin parar de llorar, con lo que él muy paternalmente me llevó en brazos y me sentó en un banco, hasta que me calmé. ¡¡Qué miedo pasé!!
Mª Carmen incluso se reía y a mí maldita la gracia que me hizo. Ella me decía ¡ay Adela si vieras lo graciosa que estabas, te debía haber hecho una foto, estabas cómica! Pero cuando me calmé al final nos estuvimos riendo los tres un buen rato…
Cuando al día siguiente quiso llevarme a montar, me negué rotundamente. Ella quería que me pasease por el Real de la feria, decía que quería presumir de prima, pero yo no quise.

Recuerdo lo bien que lo pase en esa Feria, agasajada por todos. ¡Qué buenos jinetes eran esos chicos acostumbrados a montar desde pequeños!
Ese año fue cuando conocí a Ricardo, aunque él no pisó la feria, ya que se había muerto un tío suyo. Luego por la tarde iba a verme a casa de mis tíos, y salíamos a dar una vuelta. Ese año fue cuando dijo “con esta mujer me caso yo”…
Y nos casamos 13 años después…
Muchos años después volví a montar a caballo en Egipto… Pero eso lo contaré otro día, porque es otra historia…
Adela Montoya Morón.
Solomillo flameado
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Mi Madre cada día confiaba más en nosotras, y le ayudábamos mucho haciéndole la comida. Un día nos encargó una cena pues venían unos amigos suyos y ellos iban a recogerlos a su casa. Había dejado la mesa preciosamente puesta, la cena organizada y solo teníamos la tarea de hacer la carne.
El menú era: unos langostinos, una ensalada y un solomillo a la no sé qué. Los langostinos ya estaban hechos, la ensalada fue cosa fácil pero la carne fue otra cosa... Había que hacerle no se qué preparación (no recuerdo bien), meterlo un ratito en el horno, una buena salsita y le prenderle fuego, según decía la receta.
¡¡Dios mío!! Aquella cosa empezó a arder y a arder y no había forma de pararlo. Las malditas llamas eran imparables y no se apagó hasta que se consumió todo el maldito coñac.
Mientras tanto, habíamos preparado en el carrito una hermosa fuente con los langostinos muy bien colocaditos y la ensalada, pero no nos dimos cuenta, por culpa del fuego, que los perros (que eran 4) se los estaban zampando tan contentos.
Tuvimos que rescatar los que quedaban, lavarlos muy bien y volverlos a colocar en la fuente mucho más separados de lo que estaban al principio y volvimos a ocuparnos del chamuscadísimo solomillo. ¡Qué hacer con él, si olía a carne quemada!... Pues le recortamos toda la superficie como pudimos y le hicimos una salsa fuerte y sabrosa que echada por encima y cubriendo bien la carne, disimulase lo más posible semejante estropicio.
Ni que decir tiene que no dijimos nada cuando llegaron mis padres con sus invitados. Mamá no se dio cuenta y todo se lo comieron con gran expectación nuestra y con gran satisfacción porque recibimos muchos elogios. Solo hasta el día siguiente no se lo confesamos a mamá y ella no solamente no se enfadó, sino que estuvo riéndose un buen rato para luego decirnos: ¡Bueno, así se aprende! Ya veréis como la próxima vez lo haréis mejor, se aprende de los propios errores.
¡¡Jesús!! Nos prometimos no volver NUNCA MÁS a flamear NADA DE NADA. Habíamos podido prender fuego a toda la casa y con los pequeños dentro. ¡No, ni hablar! Era muy peligroso. Quedó descartado para siempre.
Los cuatro perros tuvieron su castigo con una diarrea que les duró un par de días. Ellos también aprendieran y para siempre.
Adela Montoya Morón.
Mi Madre cada día confiaba más en nosotras, y le ayudábamos mucho haciéndole la comida. Un día nos encargó una cena pues venían unos amigos suyos y ellos iban a recogerlos a su casa. Había dejado la mesa preciosamente puesta, la cena organizada y solo teníamos la tarea de hacer la carne.
El menú era: unos langostinos, una ensalada y un solomillo a la no sé qué. Los langostinos ya estaban hechos, la ensalada fue cosa fácil pero la carne fue otra cosa... Había que hacerle no se qué preparación (no recuerdo bien), meterlo un ratito en el horno, una buena salsita y le prenderle fuego, según decía la receta.
¡¡Dios mío!! Aquella cosa empezó a arder y a arder y no había forma de pararlo. Las malditas llamas eran imparables y no se apagó hasta que se consumió todo el maldito coñac.
Mientras tanto, habíamos preparado en el carrito una hermosa fuente con los langostinos muy bien colocaditos y la ensalada, pero no nos dimos cuenta, por culpa del fuego, que los perros (que eran 4) se los estaban zampando tan contentos.
Tuvimos que rescatar los que quedaban, lavarlos muy bien y volverlos a colocar en la fuente mucho más separados de lo que estaban al principio y volvimos a ocuparnos del chamuscadísimo solomillo. ¡Qué hacer con él, si olía a carne quemada!... Pues le recortamos toda la superficie como pudimos y le hicimos una salsa fuerte y sabrosa que echada por encima y cubriendo bien la carne, disimulase lo más posible semejante estropicio.
Ni que decir tiene que no dijimos nada cuando llegaron mis padres con sus invitados. Mamá no se dio cuenta y todo se lo comieron con gran expectación nuestra y con gran satisfacción porque recibimos muchos elogios. Solo hasta el día siguiente no se lo confesamos a mamá y ella no solamente no se enfadó, sino que estuvo riéndose un buen rato para luego decirnos: ¡Bueno, así se aprende! Ya veréis como la próxima vez lo haréis mejor, se aprende de los propios errores.
¡¡Jesús!! Nos prometimos no volver NUNCA MÁS a flamear NADA DE NADA. Habíamos podido prender fuego a toda la casa y con los pequeños dentro. ¡No, ni hablar! Era muy peligroso. Quedó descartado para siempre.
Los cuatro perros tuvieron su castigo con una diarrea que les duró un par de días. Ellos también aprendieran y para siempre.
Adela Montoya Morón.
martes, 9 de febrero de 2010
Presentación del blog
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He creado este blog para incluir los relatos de mi madre, Adela Montoya Morón, relativos a las Tertulias en mi camilla, un compendio de anécdotas e historias vividas por mi madre y su familia a lo largo de los años.
He creado este blog para incluir los relatos de mi madre, Adela Montoya Morón, relativos a las Tertulias en mi camilla, un compendio de anécdotas e historias vividas por mi madre y su familia a lo largo de los años.
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